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Juan Carlos Girauta

Quién es quién en la segunda Transición

Nadie va a soportar hoy un muerto por razones políticas. Harán bien en considerarlo los que condenan la guerrilla urbana con la boca pequeña, tarde y mal.

Las reacciones a la muerte de Adolfo Suárez confirman lo sabido: la extraordinaria capacidad del traidor para colocarse en la primera fila de los dolientes, la pericia del canalla al aplicar el photoshop moral a su biografía. Eso tan humano. Pero también, con la pérdida, ha brillado una luz inesperada en forma de homenaje masivo y espontáneo. Hay un pueblo menos embotado de lo que se suponía, y más agradecido que todas sus elites. Feliz sorpresa que ha permitido barajar la hipótesis de que quizá regrese el espíritu de la Transición. De momento, las únicas pruebas de ello se refieren a lo peor de aquella etapa.

La Transición fue magnífica si se atiende al resultado final, si nos alejamos para ganar perspectiva. Su balance es incomparablemente mejor al que cabía imaginar el 20 de noviembre de 1975, sí. Y con la distancia suficiente nos admira que un hombre llevara, en dos años y medio, la nave que, surcando siempre la ley, viajó de un régimen autoritario a una democracia homologable. Pero ¿es ese el espíritu de la Transición cuyo regreso nos hemos atrevido a considerar? Navegar solo sobre la ley resulta mucho más fácil hoy: aquí no se trata de cambiar de régimen sino de reforzar los pilares del edificio democrático, todo desde –y dentro de– la Constitución. El peligro golpista no procede ahora del ejército, sino de una ONG separatista que deriva toda su autoridad fáctica de decisiones conscientes de un gobierno autonómico. En aquella transición, los golpistas temían la ruptura de la unidad de España; en esta, tal ruptura es su objetivo.

Entonces entendían lo mismo por democracia todos los agentes principales del proceso. Ahora, poderes públicos enteros predican y actúan de acuerdo con una supuesta democracia que estaría por encima de la ley, lo que constituye una aberración para cualquiera que entienda el constructo Estado de Derecho. Cuando estos demócratas tan particulares, ajenos al imperio de la ley, tienen problemas, llegan a socorrerlos otros poderes del Estado, como una Justicia contaminada por la teoría del uso alternativo del Derecho. O por una particular adaptación de aquella idea gramsciana a esquemas ideológicos ajenos a la labor de la judicatura, ora antisistema, ora secesionistas. A todos esos aventureros y narcisos entogados, como a sus protegidos, dedico unas palabras extraídas de la Tercera de ayer en ABC, de Gabriel Albiac ("¿Otro mundo es posible?"):

La ley es la jodida ley y es para todos. Y las insurrecciones se ganan o se pagan. Uno no puede hacer retórica ni con lo uno ni con lo otro.

Si nos acercamos más a los detalles, recordaremos que la Transición contuvo mucha más violencia de lo que parece. Los muertos se contaron por centenares en los dos años y medio del milagro. Y siguieron contándose por centenares en los años posteriores. La segunda Transición ocurrirá más temprano que tarde porque es una necesidad, porque la Constitución no se respeta y porque los materiales están deteriorados. Pero algo ha cambiado para bien en la sensibilidad española: nadie va a soportar hoy un muerto por razones políticas. Harán bien en considerarlo los que condenan la guerrilla urbana con la boca pequeña, tarde y mal. También los que se disponen a romperle las hechuras al Estado de Derecho con cualesquiera excusas de derechos históricos o de derechos alternativos.

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