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Pedro de Tena

Ah, el horror, el torpe horror

Estamos ante una descomunal chapuza que hubiera hecho vomitar de asco a Sherlock Holmes, salvo que surja alguna sorpresa que ilumine el bodrio.

El horror de Conrad, Kurt, era el de un alma "que no había conocido represiones, ni fe, ni miedo, y que había luchado, sin embargo, ciegamente, contra sí misma", contra las tinieblas de su corazón. Los antiguos creían que era el vacío el que producía la sensación de horror. Estaban en lo cierto. No algo que está contra nuestras creencias o normas, que sería algo, sino comprender que incluso el crimen más espantoso, como el amor más total, es parte del mismo vacío. Ese fue el horror que sufrió Nietzsche al considerar que el capricho, la propia voluntad, estaba en el origen de lo real y que todo era metáfora, no verdad. O el de Camus cuando mató en la playa al árabe cinco veces porque el sol le encendió la náusea. ¿Han sentido alguna vez cómo una palabra perdía su significado mientras la pronunciaban y se quedaban perplejos ante su vaciedad? El horror nos invade al experimentar el vacío y la inteligencia, las reglas, la religión pudieran ser el antídoto contra esa caída libre. Pero, claro, estoy hablando de un horror serio.

El horror que ha vivido esta semana la mayoría de los españoles con el crimen de la pequeña Asunta no es un horror serio más que en lo que se refiere a lo moral. Me saldré del guión. El gran De Quincey ya dejó dicho que el asesinato podía considerarse moralmente, pero que cabía la posibilidad de tratarlo según el gusto, esto es, desde el punto de vista del arte. Gracias a la complejidad de la puesta en escena, a la interrelación de circunstancias, a la organización de los detalles por parte de un asesino o asesinos es por lo que lo que se inventaron los grandes detectives literarios. Aunque algunos se remontan al profeta Daniel o a Virgilio en La Eneida con su historia de Caco como primeros sabuesos, el primer detective de verdad fue C. Auguste Dupin, de E. A. Poe, que resolvió el misterio de Los crímenes de la calle Morgue. Pero, claro, uno, que es público del público, espera de los asesinos un destello de inteligencia, un puñado de astucia y un halo de misterio.

Lo que le ha pasado a la pobre Asunta, precisamente en Santiago de Compostela, es horroroso. Ser adoptada en la China comunista y ser asesinada sin llegar a ser mujer en una de las cunas del cristianismo occidental es horroroso. Si encima resultase que ha sido asesinada por sus padres adoptivos, presumamos aún la inocencia de esta pareja, es incluso repugnante. Pero permítanme que trate el asunto desde la perspectiva estética porque este horror es torpe y feo como pocos. Ella que es abogada de pro y él que es periodista del dinero podrían haberse esmerado un poco en la disposición de los pormenores. Ya saben que el diablo está en los detalles. Pero no. Desde no tener en cuenta a las cámaras de vídeo en los trayectos al episodio de la cuerda que ató el cuerpecito pasando por el suministro de somníferos a la víctima, todo es de una falta de inteligencia y de armonía insoportable. Hasta tal punto ha llegado la torpeza, que el juez parece que lo tuvo claro desde el funeral de la niña. Esto es, estamos ante una descomunal chapuza que hubiera hecho vomitar de asco a Sherlock Holmes, salvo que surja en el escenario del crimen alguna sorpresa que ilumine el bodrio.

Respecto a la pobre Asunta, descanse en paz, tras haber sufrido el horror, el torpe horror, del corazón de sus padres.

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