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Pío Moa

Roosevelt y Churchill, ¿figuras del siglo?

Hugh Thomas ha propuesto, con buenos argumentos, a F. D. Roosevelt como la figura política más importante del siglo. Eso de buscar “el más” de cualquier cosa, desde “miss mundo” hasta “el mejor científico”, tiene algo de manía, pero entra en el estilo anglosajón de la competencia, y lógicamente los españoles, sometidos a su cultura, no nos libramos de ella. Hace poco el diario El Mundo proponía para el puesto a Churchill, de quien trazaba un exuberante panegírico (incluyendo observaciones despectivas hacia los españoles en la guerra de Cuba, aunque lo cierto es que Churchill escribió entonces muy a favor nuestro).

Ciertamente, los méritos del estadista inglés son sobresalientes, pero si queremos evitar la beatería, tan frecuente en la izquierda como en la derecha hispanas, conviene no olvidar una mancha terrible en su carrera y en la del norteamericano: los espeluznantes bombardeos terroristas sobre la población civil durante la II Guerra Mundial. Si en Guernica, según los estudios más fiables, la Legión Cóndor mató a 120 personas, la cifra fue multiplicada casi por mil en las gigantescas incursiones aéreas sobre los suburbios obreros de Tokio o sobre Dresde, aparte de decenas de otras acciones similares, cuyas víctimas eran, sobre todo, niños, mujeres y ancianos. Aunque el método lo iniciaron los nazis, debe reconocerse que encontraron en los políticos anglosajones unos discípulos en extremo aventajados. Esto es sabido, pero casi nunca recordado, y no veo por qué.

Una atrocidad más pesa sobre Roosvelt y no sobre Churchill. Éste escribió que en un almuerzo durante la Conferencia de Teherán, Stalin anunció su intención de fusilar a 50.000 oficiales alemanes. Churchill replicó: “preferiría que me sacaran ahora mismo al jardín y me fusilaran antes que manchar mi honor y el de mi país con semejante infamia”. Roosevelt, complaciente, sugirió dejarlo en 49.000, y el hijo de Roosevelt brindó por la muerte “no sólo de esos 50.000 nazis, sino de cientos de miles más”. Stalin, encantado, le abrazó. Churchill, fuera de sí, abandonó la sala. Stalin fue a buscarle y, conciliador, le dijo que se trataba de una broma. El inglés estaba seguro de que hablaba en serio.

Y también Roosevelt hablaba en serio. Terminando la guerra, los prisioneros de guerra alemanes en manos norteamericanas, junto con miles de civiles, incluidos niños, fueron hacinados entre alambradas, sin cobertizos ni apenas agua, alimentos o ropas de abrigo, y sin permitir ayuda de la Cruz Roja o de la población. Así fueron exterminados alrededor de un millón de prisioneros. El espectáculo, según diversos testimonios, recordaba el de los campos nazis de Belsen o Dachau.

El general Patton dijo que su jefe, Eisenhower, empleaba “prácticamente los métodos de la Gestapo”. La cronista D. Thompson acusó: “Al adoptar los principios y métodos de Hitler, Hitler ha terminado por ganar, aunque hayamos vencido a Alemania”. Estos hechos están documentados por el historiador canadiense James Bacque en su libro “Other losses”, no traducido al español y cuya consulta debo a la amabilidad de J. Jiménez Lozano. Aunque Roosevelt falleció en abril de 1945, esa política estaba ya en marcha.

No sé si es preciso algún comentario.

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