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Rubén Osuna

San Francisco, mon amour

No hay demasiadas ciudades con una magia especial. Yo prefiero las grandes, ricas, en alza, vivas y pujantes. No me llevo demasiado bien con las piedras mudas. Si buscamos una metrópolis en la que nuestros tiempos actúen, donde la historia se esté fabricando, los pasos nos llevarán probablemente, tarde o temprano, a una gran ciudad norteamericana. De éstas, sólo unas pocas tienen un poso de esa magia de la que hablábamos. Su naturaleza es desde luego misteriosa, caprichosa y subjetiva; cuestión de gustos. Algunos lo llamarán encanto, personalidad. Digamos que muchos están al menos de acuerdo en cuándo una ciudad no lo tiene. El caso es que las que sí lo tienen dejan una huella más profunda en la memoria que las demás, y en esto también acaba por haber cierto consenso. Nueva York, y más en concreto Manhattan, es una de esas ciudades, quién lo duda. Pero si alguien se siente inclinado por una experiencia menos convencional yo recomendaría sin pensarlo San Francisco.

No es uno de sus menores atractivos la posibilidad de explorar ese Estado maravilloso que es California, o más en concreto, si no se dispone de demasiado tiempo, la deslumbrante zona de la Bahía que rodea la City. San Francisco se sitúa en un punto del Camino Real, a lo largo del cual se distribuían antiguas misiones, verdaderas avanzadillas de la civilización occidental en un territorio entonces ignoto. Los norteamericanos aún no habían alcanzado la costa oeste de lo que hoy es su país cuando ya penetraban las misiones a lo largo del vertical Camino Real. Aún se conservan esos complejos de adobe, y resulta llamativo el orgullo con el que los californianos las cuidan y las aceptan como parte de su historia diferencial.

Una de esas misiones está alojada en una península rodeada de mar: a un lado el Pacífico, al otro una enorme bahía. En torno a esa misión se extiende hoy la ciudad de San Francisco, con su arquitectura particular de casas bajas de madera, sus temperaturas suaves y su ambiente distendido y tolerante (un punto libertario, diría yo). En el pequeño cementerio que hay junto a la vieja misión, se rodó parte de la película Vertigo, de Hitchcock (una de las obsesiones de la fingidamente loca Kim Novak). Buena parte de la magia de esa película viene dado por el ambiente, y no todo en él es artificio cinematográfico. En torno a la misión se extiende el enorme y colorista barrio gay de Castro. San Francisco, una ciudad no muy grande (apenas llega al millón de habitantes), pero extensa, es un microcosmos de rincones pintorescos, diversos pero a su vez conectados y compartiendo con un algo difícil de definir (quizás la luz). El barrio chino, apenas una calle, o el pequeño barrio italiano (North Beach), el impresionante distrito financiero, el barrio residencial de Marina, los muelles pesqueros, hoy llenos de atracciones turísticas, o el centro de la ciudad, comercial y bullicioso, son algunas de las teselas del mosaico. Esos microespacios están engarzados en una intrincada malla de cuestas disparatadas surcadas por arcaicos tranvías (el Cable Car, con su peculiar campanita siempre restallando) que literalmente "se agarran" a un cable subterráneo para trepar.

Hacia el norte el Golden Gate, una maravilla de más de un kilómetro de longitud, salva la estrecha abertura que une la extensa bahía y el océano. Siguiendo la línea de la costa tenemos ante nosotros uno de los panoramas más hermosos que se puedan imaginar: la costa salvaje del Pacífico, salvaje por el mar que ruge y por los acantilados donde va a estallar, adornada de pueblos tan encantadores como Bodega Bay (el pueblecito de Los Pájaros de Hitchcock, donde aún puede verse la escuela y el restaurante, muy reformado, de la película) o Mendocino. Si en vez de avanzar por la costa uno decide bordear la cara norte de la Bahía encuentra lugares no menos pintorescos, como Sausalito y Tiburón. Y es precisamente hacia el norte donde uno encuentra algunos platos fuertes: el valle de Napa (¿recuerdan Falcon Crest?), la región productora de vinos por excelencia, jalonada de impresionantes mansiones; o los bosques de gigantescas coníferas y mares de no menos enormes helechos.

El otro lado de la Bahía, al oeste de San Francisco, puede alcanzarse mediante un puente aún más largo que el Golden Gate, y de la misma época (el Bay Bridge, acabado sólo un año después que su hermano, en 1938) o bien con el tren-metro conocido como BART. Y merece la pena el viaje. Además de lujosos pueblos residenciales como Walnut Creek uno encuentra "al otro lado" la Universidad de Berkeley, que merece una visita. Al sur, descendiendo por la península a la que se encarama San Francisco, se encuentra el no menos impresionante complejo universitario de Stanford, rodeado de todo el Silicon Valley.

Más hacia el sur, la costa no es menos espectacular, con pueblos como Carmel (con otra preciosa misión) o San Simeon, en una de cuyas cumbres se encuentra el castillo de Hearst, caricaturizado por Orson Wells como Xanadú, la residencia de Charles Foster Kane (se puede visitar, y créanme, merece la pena). San Simeon está a medio camino, aproximadamente, entre San Francisco y Los Ángeles. Pero eso requiere otra historia aparte.

Si tienen la oportunidad no lo duden. Creo que mi fascinación es compartida por todos los que han tenido la experiencia.

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