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Porfirio Cristaldo Ayala

Kakistocracia: Gobierno de los peores

El Paraguay es un país fácilmente próspero, al que le sobran valiosos recursos. Tiene abundantes tierras fértiles, agua dulce y energía eléctrica, una población joven, técnicos capacitados y una ubicación estratégica en el inmenso mercado del Mercosur. ¿Cómo es posible que se esté hundiendo en la desgracia, con millones de personas en la pobreza extrema? ¿Qué clase de gobierno puede ser tan ruinoso? La culpable es la kakistocracia, ‘‘el gobierno de los peores‘‘.

La kakistocracia –expresión creada por el filósofo Jorge Luis García Venturini a partir de kakós, malo, y cracia, gobierno– no define sólo el gobierno de los peores, de los gobernantes, legisladores y jueces más incapaces y corruptos, sino también de los dirigentes con las peores ideas y políticas económicas. Malos políticos, con malas políticas. La kakistocracia es un sistema que busca perpetuarse a sí mismo. Desde 1989, cuando cayó la dictadura stronista, los mismos políticos permanecen aferrados al poder, colgados del Presupuesto, viviendo a expensas de la población.

Al gobierno de los peores le importa un bledo la democracia y el estado de derecho. En marzo de 1999, el Parlamento derrocó al gobierno de Cubas, elegido apenas siete meses antes, luego del asesinato del vicepresidente Argaña y la muerte de siete manifestantes. La kakistocracia destituyó así al primer gobierno electo en elecciones transparentes, con padrones limpios y el 54% de los votos. Y no se hicieron nuevas elecciones. Más recientemente, una iniciativa popular con la firma de 75.000 ciudadanos, tendente a votar con listas abiertas, fue descartada por el Senado. Los jefes partidarios prefieren elegir ellos a los representantes y que el pueblo se limite a votar inútilmente.

A la kakistocracia no le interesa sanear el Estado, reducir el gasto político, combatir la corrupción o modernizar la economía. No están dispuestos a impulsar medida alguna que implique una merma en sus privilegios o el riesgo de un costo electoral. Para gobernar, los políticos deben ser electos, y para ser electos, no deben propugnar medidas impopulares, aunque sean justas, morales o beneficiosas para el país, como las privatizaciones, la reforma de la seguridad social y la flexibilidad laboral. La kakistocracia tampoco puede sanear el Estado, eliminando regulaciones, monopolios y burocracia, porque estos constituyen el gran botín que persiguen los políticos. Sin los monopolios, podría acabar la impunidad y corrupción.

Tampoco puede combatir la corrupción. Es poco menos que imposible para el gobierno de los más corruptos combatir la corrupción que rebosa por todos los resquicios del Estado. Sería absurdo exigir o implorar a la kakistocracia que persiga y castigue a sus propios miembros. A diferencia de la dictadura, donde Stroessner organizaba y controlaba cuidadosamente toda la corrupción, en la kakistocracia la corrupción está democratizada y descentralizada. Cada uno defiende su propio nicho de corrupción, repartiendo a sus “recaudadores” en los cargos públicos donde se manejan fondos, se cobran impuestos o se verifican las importaciones.

La kakistocracia no puede reducir el gasto político, ni el déficit fiscal o la deuda, porque ello le obligaría a reducir los salarios de gobernantes, legisladores, jueces y funcionarios. Para los políticos esto sería como cortarse las venas. Antes preferirían ver a la gente comer de los basureros, como en la Argentina, que restringir sus propios salarios y privilegios. No pueden achicar el aparato estatal, reduciendo el número de funcionarios ociosos (alrededor de la mitad de los 200.000 funcionarios actuales no cumplen función alguna de utilidad para el país), porque ello atacaría la fuente misma de su poder: el clientelismo político. Su poderosa maquinaria electoral se sostiene por el clientelismo y las prebendas.

El gobierno de los peores defiende el estatismo y sus privilegios del mismo modo que lo hacían las monarquías absolutistas que derribó el liberalismo. Por la misma razón, los políticos radicales y dirigentes sindicales y campesinos de izquierda aborrecen la reforma del Estado, los derechos de propiedad privada, la privatización, la libre competencia, la apertura de los mercados, la globalización, el gobierno limitado, la libertad de elegir, trabajar, comprar y vender y todo lo que pueda significar modernidad, inversiones, empleos y bienestar para la población.

© AIPE

Porfirio Cristaldo Ayala es corresponsal en Asunción de la agencia de prensa AIPE.

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