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Serafín Fanjul

Agrios limones

Hoy por hoy, es impensable hasta la mera posibilidad de que en un país árabe cualquiera, una viuda judía viva una peripecia pareja. No habría ni primera secuencia porque no existiría ni la más remota eventualidad de oposición o protesta de ningún género.

De nuevo una película israelí (Los limoneros, de Eran Riklis) nos sitúa ante el conflicto de Palestina. La historia es sencilla: una viuda palestina tiene la mala suerte de que el ministro israelí de Defensa vaya a residir en la finca aledaña a la suya y, por motivos de seguridad, le exigen arrancar el limonar del que vive. Su resistencia legal contra el Estado israelí obtiene al fin una victoria parcial y relativa merced a la muy salomónica decisión del Tribunal Supremo de Israel. Un incidente en apariencia menor sirve para suscitar la tensión diaria que implica la yuxtaposición de comunidades, que se ven pero no se oyen y, si llegan a rozarse, el choque está asegurado. En este caso, por suerte, de modo incruento.

Dejando aparte la calidad fílmica –que es mucha– la cámara refleja una realidad de fondo, un escenario en el que "los malos" (el Estado israelí y su maquinaria administrativa) imponen su lógica opresiva, pero son zarandeados hasta por sus propios sentimientos –que rechazan la solución militar–, pero en el que "los buenos" (los palestinos que rodean a la mujer) tampoco se van de rositas, aunque la crítica hacia ellos evita el panfleto y la soflama antiárabe o antiterrorista. Tan sólo se muestran escenas de la vida misma, cotidianas y habituales, como sabe cualquier conocedor de aquella sociedad: el dramático silencio que se hace cuando la protagonista entra en el cafetín donde sólo hay hombres; el mandato del vecino que, con toda claridad, le prohíbe aceptar una indemnización de los judíos; las amenazas que le dirige el mismo individuo al sospechar que ha entablado una relación afectiva con el abogado, pero no por celos o despecho amoroso, sino por ejercer de portavoz y guardián del honor del marido muerto y de la comunidad (a la que ella, supuestamente, estaría deshonrando). Rasgos todos de la vida real que no necesitan exagerarse, basta con mostrarlos: son así. A despecho de la Alianza de Civilizaciones.

La película es un sano ejercicio de autocrítica en el que, afortunadamente, los árboles no nos impiden ver el bosque: una vez más, un cineasta israelí intenta ponerse en la piel de los palestinos y contemplar el conflicto desde su prisma. ¿Para cuándo una película árabe homóloga, que se salga del victimismo perpetuo y asuma los puntos de vista y las tragedias que también viven los israelíes? Por de pronto, hoy por hoy, es impensable hasta la mera posibilidad de que en un país árabe cualquiera –decimos cualquiera– una viuda judía viva una peripecia pareja. No habría ni primera secuencia porque no existiría ni la más remota eventualidad de oposición o protesta de ningún género.

La confrontación sigue y el desencuentro también: el ministro termina solo y aislado tras su muro protector y la mujer contemplando sus árboles podados hasta casi dejarlos en tocones, aunque no muertos. Nada útil ni satisfactorio para ninguno, fiel reflejo de una pugna necesitada de algo más que buenas palabras.

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