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Charles Krauthammer

Un plan B plausible

En esta arriesgada partida de ajedrez, lo que se echa en falta es alguna maniobra intermedia por nuestra parte, un plan B que Maliki crea que Bush podría ejecutar de verdad y que la posibilidad de que se lleve a cabo le haga apoyarnos incondicionalmente.

Si estuviéramos aliados con un gobierno iraquí que, aunque débil, fuera verdaderamente nacional –interconfesional y dedicado a librar una guerra en dos frentes contra los insurgentes baasistas y las milicias chiíes–, un incremento gradual de las tropas norteamericanas, junto con un cambio en la estrategia de la contrainsurgencia, tendría probabilidades elevadas de tener éxito. Desafortunadamente, el proceso político iraquí nos ha dado a Nouri al-Maliki y su coalición chií.

Sus inicios no fueron demasiado propicios. Meses de lucha condujeron a una coalición de los tres partidos religiosos chiíes importantes, incluyendo el de Moqtada al-Sadr. Teniendo en cuenta la legitimidad de Maliki como el primer líder de Irak elegido democráticamente, no obstante, se le debía un período de gracia de, digamos, seis meses para que demostrara si sabía actuar como un líder nacional.

Hacia noviembre los seis meses se habían agotado y el veredicto estaba claro: no sabía. Su gobierno es irremediablemente sectario. Protege a Al Sadr, como vimos con el máximo dramatismo cuando ordenó levantar los controles norteamericanos montados alrededor de Sadr City con el objetivo de capturar a un destacado líder de los escuadrones de la muerte del clérigo. Mantiene relaciones con Irán, como vimos cuando nos obligó a liberar agentes iraníes descubiertos en el complejo de uno de los socios de la coalición de Maliki.

El ahorcamiento de Saddam no cambió nada, pero arrojó luz sobre la naturaleza profundamente sectaria de este Gobierno. Si dependiera de mí, yo no "elevaría gradualmente" los efectivos norteamericanos en su defensa. No confiaría en que fuera a cumplir sus promesas. El general David Petraeus, que va a encabezar nuestras fuerzas en Irak, piensa de otra manera. Entre sus mérito no sólo está el que haya servido durante dos años y medio allí, sino que literalmente también ha escrito la bíblia de la contrainsurgencia. Sostiene que con un incremento de los efectivos americanos, un cambio de táctica y el apoyo de tres brigadas iraquíes adicionales, puede pacificar Bagdad.

Petraeus quiere cambiar la estrategia norteamericana de contrainsurgencia, al menos en Bagdad, que hasta ahora ha consistido simplemente dar caza a los terroristas. Las tropas empezarán a asegurar vecindarios. En otras palabras, de "buscar y destruir" a "quedarse y proteger". Y piensa que puede lograrlo con un modesto incremento de cinco brigadas norteamericanas.

Tengo plena confianza en que Petraeus sabe lo que hace y que las tropas norteamericanas se desenvolverán admirablemente. Pero temo que el esfuerzo fracasará, sin embargo, porque el Gobierno Maliki lo minará.

La opinión de la administración, o más bien su esperanza, consiste en que, sean cuales sean los instintos naturales de Maliki, se le puede obligar a actuar bajo la amenaza de la calamidad que caerá sobre él si nos deja tirados y cumplimos nuestra amenaza de irnos. El problema de este razonamiento es que se contradice con la promesa que simultáneamente formula el presidente de no salir "hasta que nuestro trabajo haya terminado".

En esta arriesgada partida de ajedrez, lo que se echa en falta es alguna maniobra intermedia por nuestra parte, un plan B que Maliki crea que Bush podría ejecutar de verdad y que la posibilidad de que se lleve a cabo le haga apoyarnos incondicionalmente en esta batalla por Bagdad. Él no se creerá la amenaza de Bush de abandonar Irak. Pero sí se creería una amenaza norteamericana de un redespliegue dentro de Irak que podría ser desastroso para él, pero no necesariamente para los intereses norteamericanos allí.

Necesitamos definir esa estrategia intermedia. Ahora mismo solamente hay tres políticas sobre la mesa: el incremento gradual de tropas, al que se opone la mayoría del Congreso; el status quo, al que se opone todo el mundo; y el abandono de Irak, que parece ser la alternativa demócrata por defecto.

Lo que nos falta es una cuarta alternativa, que pueda emplearse como amenaza para Maliki pero también como una opción real si el aumento en el número de las tropas fracasa. El Pentágono debería estar trabajando en un plan B factible cuyo principal elemento no sería tanto una reducción de las tropas como una reducción del riesgo que sufren. Si no tuviéramos bajas, tendríamos la misma necesidad de retirarnos de Irak como la que hay de retirarse de los Balcanes.

Necesitamos encontrar una estrategia de redespliegue que mantenga tantas fuerzas latentes como sea posible, pero con una exposición mínima. Podríamos así decirle a Maliki: si nos dejas tirados, nosotros desmantelaremos la Zona Verde, abandonaremos Bagdad y dejaremos que te protejas por tu cuenta. Conservaremos el aeropuerto y ciertas bases estratégicas en la zona, redesplegaremos la mayor parte de nuestras fuerzas en el Kurdistán y mantenemos una presencia significativa en la provincia de Anbar, donde estamos teniendo éxito en nuestro frente de guerra contra Al Qaeda y los baasistas. Después nos quedaremos mirando. Puedes tener tu guerra civil bagdadí sin nosotros. Estaremos cerca para recoger los pedazos que queden lo mejor que podamos.

No es una gran opción, pero los planes de emergencia nunca lo son. Tiene, eso sí, la virtud de ser mejor que todos los demás si el aumento de tropas fracasa. Y tiene la virtud adicional de incrementar las probabilidades de que dicho aumento tenga éxito.

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