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Hana Fischer

¿Dónde está Galeano?

El escritor uruguayo Eduardo Galeano, conocido por su obra Las venas abiertas de América Latina, escribió un texto que fue leído en muchas de las manifestaciones que se realizaron en diferentes partes del mundo en oposición a que Estados Unidos y sus aliados intentaran derrocar a Saddam Hussein y sus secuaces.

“De eso se trata (del petróleo). Lo demás, son pretextos. Y los pretextos para esta próxima carnicería ofenden la inteligencia… La humanidad está harta de que sus asesinos la usen de coartada. Y está harta de llorar a sus muertos al fin de cada guerra: esta vez quiere impedir la guerra que los va a matar.” –dice parte del escrito.

Hay pocas cosas que causen tanta indignación como la frivolidad ante la tragedia ajena, cubierta con ropajes de profunda sensibilidad. El desprecio por la verdad objetiva, no intentar siquiera buscarla, en pos de intereses ideológicos. Es lo que alguien bautizó como la “banalización del sentimiento”. Sin comprometerse seriamente ni arriesgar el “pellejo”. Compromiso con la verdad y con sus semejantes, que sí asumió Mario Vargas Llosa yendo a estudiar la realidad in situ. A través de su Diario de Irak, lo que Galeano considera “pretextos… (que) ofenden la inteligencia”, adquieren vida y características propias.

Uno de esos “pretextos” se llama Kais Olewi. Tiene 37 años, es apuesto y fortachón, con una cicatriz como culebrita en la frente, que sufre una indisposición cada vez que ve en la mesa un plato de porotos blancos. Tenía 19 años cuando cayó preso en una redada de estudiantes que llevaba a cabo, ritualmente, la policía política de Sadam Hussein. Lo torturaron, colgándolo de los brazos y le aplicaron descargas eléctricas en las partes más sensibles del cuerpo. Todo ello mientras sus torturadores comían tranquilamente su almuerzo: un potaje de porotos blancos.

Tuvo suerte porque ocho años después pudo salir con vida para contarlo. Dado que en los expedientes que guardaba la Mukhabarat (Dirección Central de Seguridad) se encontraron imágenes de los millares de desaparecidos, muchos de ellos irreconocibles, pues tenían las caras destrozadas por los ácidos. Las torturas más frecuentes a los prisioneros eran la corriente eléctrica, arrancarle los ojos y las uñas, colgarlos hasta descoyuntarlos, quemarlos con ácidos y pegotearlos con algodones embebidos en alcohol, para convertirlos en antorchas humanas.

Desde abril (fecha de finalizada la guerra), en todas las provincias de Irak aparecen fosas comunes con los cadáveres de los desaparecidos, torturados y ejecutados. En una sola de ellas, en Babilonia, yacían unos 115 mil cuerpos. La represión golpeó a todos los sectores, etnias, clases sociales, religiones, pero, sobre todo, a kurdos y chiítas. Víctimas privilegiadas fueron los intelectuales. El vicepresidente de la “Asociación de Prisioneros Libres” le relata a Vargas Llosa, “…que el régimen se había propuesto acabar con todas las personas cultas del país. Porque la proporción de gente educada y con títulos entre los asesinados y desaparecidos es enorme”.

Un grupo de abogados voluntarios trabaja para la Asociación, prestando asesoría a los familiares de desaparecidos que acuden a ese local. Uno de ellos, Ammar Basil, cuenta el espeluznante caso de un niño recién nacido –hijo de una pareja de médicos opositores– que fue fusilado. Les infligieron el suplicio de presenciar el infanticidio, antes de ejecutarlos también.

Aldeas, barrios enteros, clanes, familias fueron desaparecidos en operaciones de exterminio que muchas veces ocurrían sin motivo aparente. Da la impresión que el déspota decidía una rápida matanza como “escarmiento preventivo”. La tiranía del Baaz –partido político de Sadam Hussein– duró 35 años. Los iraquíes hablan de ocho millones de víctimas; 20 % de la población total.

Ahmad Hadi, dramaturgo y periodista, es alto, fuerte, simpático y de exuberante anatomía. Suyas son estas palabras: “Soy optimista por una razón muy simple: peor que Saddam Hussein no puede haber nada. Después de esa experiencia atroz, sólo podemos ir a mejor”.

Galeano, ahora, ¿dónde está?

Hana Fischer es analista uruguaya.

© AIPE

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