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Jorge Vilches

La soberanía nacional

La transformación de la Carta Magna ha de tener un largo y público debate que sea coherente con lo que es obvio y preexistente a la propia Constitución, la soberanía nacional

Ibarra lo soltó en la entrevista que se publicó este domingo en ABC. La reforma del Senado debe ir acompañada de una reforma de la ley electoral que asegure la representación real de las fuerzas políticas estatales. Sólo así el Congreso de los diputados sería la voz de la nación, mientras que la Cámara Alta se constituiría en la reunión de las voluntades autonómicas.
 
La sobre representación que los partidos nacionalistas obtienen con la actual ley electoral es exagerada, poco respetuosa con los principios democráticos e injusta para partidos estatales minoritarios, como IU. Por esto, la formación de un Senado como cámara de representación de los intereses territoriales, con poderes decisivos, deberá ir acompañada de los mecanismos que aseguren, al menos, dos elementos básicos de las democracias de consenso. Sin ellos, el sistema estará desequilibrado y serán falsos sus principios.
 
El primero de ellos es la existencia de otra Cámara de igual importancia que represente la generalidad de los intereses, la voluntad general. Esta Cámara Baja debe poseer poderes de la misma magnitud que la Alta. El segundo de los elementos es el establecimiento de mecanismos para el fortalecimiento de los Gobiernos.
 
En el marco de nuestra Monarquía parlamentaria serían necesarias dos condiciones para lograrlo. Una de ellas es la adopción de una fórmula electoral más proporcional para el Congreso, con el límite del 5% nacional para entrar en el reparto de escaños. La otra es que el Ejecutivo nacional sólo necesitase la investidura del Congreso, sin excluir la confianza simbólica del Rey; esto es, que no requiriera de un voto senatorial. Con esto, posiblemente, pasaríamos a un bipartidismo perfecto en la Cámara Baja. Esto permitiría una mayor gobernabilidad, que contrapesaría un Senado distinto y poderoso.
 
El cambio afectaría al Título III de la Constitución, el relativo a las Cortes Generales, además de las inclusiones de talante psicosomático que, para el Título VIII, reclaman los nacionalistas en cuanto a territorios "históricos" o "ahistóricos".
 
Esta reforma constitucional no puede ser tratada por el Gobierno de Zapatero a través de globos sonda como el "derecho a veto" de las Comunidades Autónomas, o con la evidente descoordinación ministerial de la que ha hecho gala hasta el momento. Es decir, no se trata de la privatización de TVE, de soluciones habitacionales o del precio de los libros de texto. Ni se puede tratar con la torpeza gubernamental que demostró en Túnez el presidente Zapatero, cuando invitó a todos los aliados de EEUU a abandonar Irak, en pleno chantaje a Italia por el secuestro de dos de sus ciudadanas.
 
La transformación de la Carta Magna ha de tener un largo y público debate que sea coherente con lo que es obvio y preexistente a la propia Constitución, la soberanía nacional, esa de la que Ibarra habla a veces sin tapujos, y otras echando balones a sus colegas presidenciales del PP. No es difícil de entender que el principio de la soberanía del pueblo, como escribió Tocqueville, se debe reconocer "en las costumbres, y se la proclama en las leyes, se extiende con libertad y llega sin obstáculos a sus últimas consecuencias". Claro que, aquel francés hablaba de América.

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