Almodóvar lleva muy mal haber pasado de moda, si es que el problema es el que señaló Umbral en amistosa columna o tiro de gracia. Están sus cintas primerizas y excesivas; su kitsch alucinado atrapó zonas desatendidas de la memoria y alcanzó momentos de fascinante desmesura. Qué más se le puede pedir al cine. Pero esa habilidad y esa frescura desaparecieron, siendo suplidas por el trabajo de los buenos profesionales que ha sabido escoger, por la producción artística, las canciones sabiamente rescatadas. Todo al servicio de guiones deficientes y de un espíritu que se acostó artista y se despertó artesano, caída que ha de doler.
Creyó que defendiendo causas con gancho progre mantendría el respeto del sector y el favor del público. Dos momentos delatan la desesperación; el uno es indubitado, el otro es un rumor. Entre los atentados islamistas y las elecciones generales decidió inventarse un golpe de estado, colofón de una estrategia de marketing que le había llevado a la arenga callejera y a postular una “patada en los genitales” al PP. La guinda, la calumnia, la moto del golpe de estado fue a venderla, qué casualidad, con un montón de periodistas extranjeros delante, el patriota. Ah, sí, el rumor: una conducta inadecuada en casa de Amenábar le habría valido que el anfitrión lo pusiera de patitas en la calle. Dicen que vomitó su envidia con paternales consejos que nadie le había pedido, y mucho menos el joven que lo ha arrojado al trastero y le ha robado las portadas. Luego, la lluvia de goyas a Mar adentro ha sido demasiado y ha dado un portazo denunciado los mismos mecanismos de la Academia que un día le favorecieron.