Situar al partido socialista en el mapa político se ha convertido en misión imposible. Mientras Dorado escribe en la revista de Alfonso Guerra que “si no hay garantías de que esta vez va en serio el abandono de las armas, más vale no levantar expectativas que sólo sirvan para oxigenar el conglomerado terrorista”, el presidente del Senado hace exactamente eso, levantar expectativas entre el “ruido” de las bombas. Cree Rojo que los atentados “están en el guión” y que “si se cierra la puerta al menor obstáculo, seguiremos como siempre”.
Proponen y suscriben el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo y acto seguido convierten a ETA en interlocutor del Estado. Alonso, antes de ser ministro, se mostró contrario a la ley de partidos; luego la defendió desde Interior porque su jefe, que es muy cuco, prefiere la infracción a la derogación. No es que estén por negociar con ETA, es que lo hacen sin mediar tregua y sin renunciar a su objetivo máximo, aniquilar a una oposición a la que necesitan. Eso sí, negándolo todo. Hacer lo impropio y negar lo que se hace: si sale bien, hemos sido nosotros; si sale mal, nosotros no hemos sido.
Bono y Conde Pumpido mantienen el discurso que un día unió a socialistas y populares, el opuesto al que Zapatero llevó al Congreso de los Diputados para proclamar la rendición del estado de derecho. Lo hacen a las pocas horas de que toda España haya oído decir a Zapatero que sólo el dolor le une ya a Rajoy. O sea, que no les une ni el análisis de la situación, ni el diagnóstico ni las soluciones previstas.