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Francisco Cabrillo

Una cumbre en el vacío

A lo largo de la historia, sus pueblos han perdido ya demasiadas oportunidades de dar el salto definitivo hacia el desarrollo económico. Sería trágico que el hecho volviera a repetirse.

Un amplio grupo de jefes de Estado y de gobierno sonríe a la cámara. Es la fotografía oficial de la cumbre de Montevideo. Tal vez algunos de los retratados piensan que habrían hecho mejor quedándose en casa; y otros se preguntan si realmente merece la pena seguir celebrando este tipo de reuniones, dados los pobres resultados que, por lo general, se obtienen de ellas.

En esta ocasión el tema estrella  ha sido el problema de la emigración, cuestión especialmente importante –aunque por motivos muy diferentes– tanto para España como para la mayoría de los países de América Latina. No parece, sin embargo, que de la reunión hayan salido programas de actuación o medidas concretas que se vayan a aplicar a corto plazo. Las conclusiones hechas públicas recogen, más bien, una larga serie de buenas intenciones y de ideas políticamente correctas, que de poco van a servir para solucionar un problema de tanta envergadura. Todos estamos de acuerdo en que hay que erradicar las políticas xenófobas y discriminatorias, fortalecer los derechos humanos, proteger la vida de los niños y adolescentes emigrantes o realizar campañas de sensibilización sobre los riesgos de emigrar sin documentación. Pero tan altisonantes declaraciones sólo servirán de algo si se plasman en políticas concretas, que plantean muchos problemas de aplicación práctica, de los que parece que se ha preferido no hablar. Y no hay que ser un gran especialista en el tema para darse cuenta de que intentar reducir la emigración ilegal mediante campañas de sensibilización supone, al menos, un grado de ingenuidad notable.

No pasa ciertamente América Latina por uno de sus mejores momentos. El continente se muestra hoy profundamente dividido con respecto a las políticas a adoptar para incorporarse a la corriente de prosperidad que está haciendo que algunos de los grandes países en vías de desarrollo hayan pasado a desempeñar papeles protagonistas en la economía internacional. Por razones muy diversas países hispanoamericanos con riquezas naturales extraordinarias –Venezuela es, sin duda, el caso más dramático– se niegan a seguir el ejemplo de las naciones asiáticas que están liberalizando sus economías y abriéndolas al exterior con excelentes resultados.

El mapa político –y económico– de América Latina es hoy muy complejo, lo que se refleja en resultados electorales muy dispares en los últimos meses. Mientras México ha optado por un presidente abierto a las ideas del mercado libre y a la integración de su país en la economía internacional, Brasil se ha decidido por la continuidad y Nicaragua ha elegido un presidente de ideas muy confusas, pero que puede fácilmente alinearse con Venezuela o Bolivia, lo que puede plantear problemas muy serios a un país que, sorprendentemente, parece querer repetir una experiencia histórica ya fracasada.

Si hay una casa clara es, sin embargo, que América Latina no tiene futuro fuera de las grandes corrientes de la economía internacional. A lo largo de la historia, sus pueblos han perdido ya demasiadas oportunidades de dar el salto definitivo hacia el desarrollo económico. Sería trágico que el hecho volviera a repetirse.

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