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Jeff Jacoby

El mensaje de la "bomba" de Boston

Encontrar una bomba a tiempo de desactivarla es la última línea de defensa contra un ataque terrorista, la que nos queda cuando todo lo demás ha fallado, o cuando no se ha hecho nada más.

Suponga por un momento que las inocentes luces que llevaron a Boston al caos hace unos días no hubieran sido tan inofensivas. Suponga que los 38 dispositivos iluminados adheridos a las salidas de autopista y demás enclaves públicos por toda la ciudad no hubieran sido guerrilla art perteneciente a la promoción de un programa de animación de la televisión por cable, sino los explosivos terroristas que las autoridades temieron que fueran. Suponga que los individuos tras esta operación en Boston y en otras nueve ciudades no hubieran sido entusiastas de Aqua Teen Hunger Force, unos absurdos dibujos animados de comida rápida que habla, sino de Al Qaeda y su versión totalitaria y violenta del Islam.

Suponga que lo peor se hubiera evitado por muy poco por la gracia de Dios y la intervención en el último momento del departamento de artificieros de la policía. ¿Qué estaríamos haciendo ahora? ¿Felicitándonos a nosotros mismos por ganar una batalla de la guerra contra el terrorismo? En absoluto. Estaríamos recuperando la respiración por lo cerca que acabábamos de estar de sufrir un ataque devastador.

En los momentos posteriores a la falsa alarma de hace unos días, el debate público pareció dividirse en dos bandos: los que se enfurecieron contra los autores materiales de la publicidad y el caos masivo al que condujo, y los que ridiculizaron a los funcionarios de la ciudad por reaccionar histéricamente a lo que muchos jóvenes ya sabían desde el principio que era un truco de marketing. Pero la Policía no se equivocó al no dejar nada al azar; antes incluso del 11 de septiembre, miles de personas en todo el mundo temían que algo en apariencia inocuo –un maletín, un juguete, el tres piezas de un hombre, un vehículo de alquiler amarillo para mudanzas– pudiera resultar ser una bomba terrorista.

Aún así, si nuestra seguridad depende de una respuesta policial puntual y eficaz ante la aparición de todo objeto sospechoso, los ciudadanos harían bien en no sentirse demasiado seguros. Encontrar una bomba a tiempo de desactivarla es la última línea de defensa contra un ataque terrorista, la que nos queda cuando todo lo demás ha fallado, o cuando no se ha hecho nada más.

Los transeúntes de vista aguda que llaman a Emergencias nunca serán lo bastante abundantes como para darse cuenta de todas las anomalías que puedan esconder una bomba. El más raudo y aguerrido ingeniero militar nunca podrá estar cien por cien seguro de que una bomba no esté a punto de explotar en alguna parte, inadvertida. Al margen de lo habilidosos que sean los funcionarios de seguridad a la hora de reaccionar ante cosas peligrosas, no son los propios objetos los que suponen para nosotros el mayor peligro en la guerra contra el Islam militante. Son las personas que están detrás de esos objetos, y la ideología jihadista radical que les motiva. No podemos sentirnos seguros hasta que desactivemos a esos fanáticos antes de que puedan actuar y desacreditemos esa ideología que envenena sus mentes.

Un buen número de recursos humanos fue movilizado en Boston la semana pasada para enfrentarse a lo que resultó ser una amenazada inexistente. "En el punto álgido de la alerta", observó Reuters, "las autoridades movilizaron a equipos de emergencia, agentes federales, artificieros, centenares de policías y la Guardia Costera... Carreteras, puentes, y cada sección del Charles River fue cerrada". Una sobrecogedora cantidad de efectivos, tiempo y dinero fueron empleados en la simple posibilidad de "un peligro" que nadie habría concebido siquiera la víspera. ¿Pero qué hay de los peligros que sabemos que son completamente reales? ¿Cuánta energía y fondos dedican las autoridades locales a monitorizar los círculos en los que los islamistas radicales adoctrinan y reclutan a sus seguidores? ¿Están los gobiernos local y estatal utilizando todos los recursos a su disposición para poner en evidencia y contrarrestar el mensaje jihadista que sabemos que puede transformar a pacíficos musulmanes en implacables islamistas?

Centrar la atención gubernamental en objetos concretos –zapatos y líquidos en el aeropuerto, cuchillos y objetos de metal a la entrada de edificios públicos, misteriosas luces en los pilares de los puentes– es muy fácil. Mantener una atención constante sobre seres humanos que comparten ciertas creencias es más difícil, una forma de vigilancia que la mayor parte de los norteamericanos rechaza instintivamente. Distinguir a posibles delincuentes por su religión e ideología va contra nuestra base de libertades civiles. Tendemos a encontrar desagradables, retrógrados y hasta antiamericanas actividades como la infiltración en grupos islámicos, la observación en mezquitas y la aplicación de un escrutinio más profundo sobre los musulmanes con el fin de localizar a los fundamentalistas que hay entre ellos.

Pero si pretendemos ganar la guerra que los jihadistas nos han declarado, son insalvables. El caos de Boston la semana pasada fue absurdo, y caro; mucho ruido y pocas nueces. Pero también fue una advertencia: las sociedades en guerra no pueden esperar a que las bombas estén acompañadas de avisos telefónicos a Emergencias. Tenemos que detener a los islamistas antes de que ataquen. Eso a su vez significa saber quiénes son, lo que dicen, y dónde están. Aunque no nos guste hacerlo.

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