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George Will

La fría emergencia climática

El Gobierno estadounidense se parece cada vez más a ese tipo que se compró un fondo de armario de zapatos de plataforma y pantalones de campana justo en el momento en que la música disco pasaba de moda.

Desgraciadamente, el presidente chino tuvo que volver a su país a toda prisa a sofocar por la fuerza unos disturbios raciales. Si hubiera permanecido en Italia durante la reciente cumbre del G-8, podría haber proseguido la hercúlea tarea de desengañar a Barack Obama de su convencimiento sorprendentemente terco, compartido por el Congreso estadounidense, de que China –y la India, Brasil, México y los demás países en vías de desarrollo– van a sacrificar su modernización en el altar del cambio climático. China tiene una agenda más urgente, y ni siquiera disolver los disturbios encabeza la lista.

China lo dejó claro en junio, cuando su vicepremier afirmó, opacamente, que China participaría "activamente" en las conversaciones sobre el cambio climático según el criterio de "responsabilidad compartida pero diferenciada". El significado de la expresión fue aclarado tres días más tarde, en la conferencia del cambio climático celebrada en Bonn, donde un portavoz chino reiteró que la prioridad de su país es el crecimiento económico: "Teniendo eso en cuenta, es natural que China registre cierto incremento en sus emisiones contaminantes, así que no es posible para China en ese contexto la aceptación de un objetivo vinculante u obligatorio". Fue una declaración, cuando menos, algo redundante: en enero, China anunció que su constante dependencia del carbón como fuente prioritaria de energía exigirá elevar la extracción de carbón un 30% durante los seis próximos años.

En Bonn, hasta el integralmente desarrollado Japón prometió apenas un incremento del 2% en sus obligaciones de reducción de emisiones bajo el Acuerdo de Kyoto de 1997. La decisión de Japón dejó a Yvo de Boer, el duro de oído que ocupa el puesto de zar del cambio climático en Naciones Unidas, asombrado: "Por primera vez en mis dos años y medio en este puesto, no sé qué decir."

Otros sí. En concreto, dijeron: ¡Todos a Italia! El Financial Times informó de que "los funcionarios ponen ya sus esperanzas" en la cumbre del G-8.

Que llegó como se fue, prometiendo los ocho miembros limitar las emisiones de gases de efecto invernadero un 80 por ciento para el año 2050, que llegará dentro de 41 años. Como 1968, que parece igual de distante que las Guerras Púnicas, considerando que más de la mitad de los estadounidenses vivos nacieron después de 1966. Si no quiere hacer algo hoy, prometa hacerlo todo mañana, que siempre le da un día de respiro.

Aún así, declarando solemnemente que no van a andarse con contemplaciones con la naturaleza, los ocho alcanzaron un compromiso –eso sí, no vinculante– de que la temperatura de la Tierra no se elevará más de 2 grados por encima de los "niveles preindustriales". Ese es el objetivo. Los detalles se darán a conocer pronto. Mañana.

Mientras daba explicaciones de semejante letargo frente a una supuesta emergencia planetaria, el anfitrión del G-8, el primer ministro italiano, Silvio Berlusconi dijo que los ocho miembros tampoco tenían por qué agobiarse mientras "5.000 millones de personas seguían comportándose como siempre lo han hecho ". En realidad, el problema, para la gente que piensa que eso es un problema, reside en que los 5.000 millones del mundo en vías de desarrollo se están comportando de una forma distinta. Tras siglos de exclusión del crecimiento económico, lo están disfrutando, lo que molesta sobremanera a los supuestos mecánicos del clima de los países ya prósperos.

Ahora los mecánicos dicen: ¡Todos a Copenhague! Allí, en diciembre, prosigue la fiesta itinerante del ceremonial climático. Para entonces China, a su ritmo actual, habrá construido probablemente 13 centrales térmicas más, capaces cada una de ellas de abastecer de electricidad a una ciudad del tamaño de San Diego. Y hace bien poco la India anunció a la secretario de Estado, Hillary Clinton, que no hay "ninguna posibilidad" de que la presión estadounidense sobre la India vaya a reducir sus emisiones de CO2.

El coste asociado a destetar a la economía estadounidense de gran parte de su dependencia del carbón es incierto, pero en cualquier caso enorme. Los beneficios climáticos de hacerlo también son inciertos pero, teniendo en cuenta el comportamiento de esos traviesos 5.000 millones de habitantes, serán con mucha seguridad pequeños, minúsculos quizá, hasta indetectables. Afortunadamente, el escepticismo en torno a las pruebas que supuestamente apoyan el actual alarmismo en torno al cambio climático está creciendo, al igual que el convencimiento de que, al margen de cuál resulte ser la verdad del problema, las acciones estadounidenses no servirían de mucho.

Cuando el columnista del New York Times Tom Friedman animó a la "juventud estadounidense" a "concentrar 1 millón de personas en Washington pidiendo un precio a las emisiones contaminantes", otro columnista, Mark Steyn, respondió: "Si tienes 29 años, no ha tenido lugar ningún calentamiento global en toda tu vida adulta. Si te vas a graduar en el Instituto, no ha habido calentamiento global desde que entraste en primero."

Lo cual podría explicar el motivo de que Washington no rebose de jóvenes motivados por el dióxido de carbono. El Gobierno estadounidense, en su precipitación por imponer lastres en forma de intercambio de emisiones a la asfixiada economía del país, se parece cada vez más a ese tipo que se compró un fondo de armario de zapatos de plataforma y pantalones de campana justo en el momento en que la música disco pasaba de moda.

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