Con ocasión de los 90 años que, de vivir, cumpliría ahora Sara Montiel hemos desempolvado muchos de sus recuerdos sentimentales. En Cuba, donde era aclamada por sus películas, contaba haberse acostado una vez con Ernest Hemingway: "Le gusté y él me gustó. Me llamaba "le bella segoviana", siendo yo manchega. Me llevó a su casa e hicimos el amor. Sólo sentí una mezcla de deseo sexual y admiración". El novelista, que al año siguiente logró el premio Nobel, la aficionó a fumar cigarros habanos. Y otro premio Nobel, sólo que de Medicina, según la fértil memoria –o imaginación- cayó rendido a sus brazos: Severo Ochoa. Por mucho que amigos íntimos del científico asturiano (y su secretaria, a mí personalmente me lo testimonió) tacharan de mentiras esas confesiones de Sara Montiel, insistiendo en que estaba enamoradísimo de Carmen, su mujer, la estrella insistía en que su romance con aquel entrañable sabio fue absolutamente cierta. "Lo conocí en 1951 en Nueva York y fue el amor de mi vida. Estuvimos hasta 1955 viviendo una relación tremenda y llena de secretos. Tuve hacia él un deseo carnal, sexual. Quiso divorciarse y casarse conmigo". Eso último no sucedió nunca, por supuesto. Aparte de esa confesión de Sara no hemos conocido absolutamente a nadie que confirmara ese idilio. Claro que, si era secreto…
Cumplió el sueño de rodar en Hollywood. En Veracruz tuvo por compañeros nada menos que a Gary Cooper y a Burt Lancaster, como es harto sabido. Gary, es posible que tonteara algo con ella, y se le escapara algún beso, mas no hubo ayuntamiento entre los dos. Con Burt Lancaster, productor del film, hubiera sido más dudoso, porque un día supimos que no le iban mucho las mujeres. Dos pasiones y un amor, también conocida por el título de Serenade, significó para Sara Montiel ser dirigida por el acreditado Anthony Mann, que había sido entre otras películas el realizador de Música y lágrimas. Con él celebró dos ceremonias nupciales: la primera "in artículo mortis", porque a Mann le dio un infarto de miocardio y uno de sus hijos sugirió a Sara ese matrimonio. El 30 de marzo de 1957. Luego revalidado por lo civil, cuando se recuperó, el 26 de agosto de aquel año. Seis años duró aquella pareja tan desigual, entre otras cosas por la diferencia de edad, al punto que Sara lo consideró más como padre que como marido. Pero gracias a Anthony Mann, que era un director muy respetable, nuestra compatriota pudo relacionarse con las estrellas y astros más importantes del universo cinematográfico, desde la mítica Greta Garbo a James Dean, Marilyn Monroe y Marlon Brando, entre otros muchos. La estancia en Hollywood de Sara Montiel concluyó con un tercer film, "Yuma". Trabajos que, si bien aportaron a su "curriculum" artístico cierto prestigio no fueron suficientes para destacar como primera figura, que es a lo que aspirara. Regresó a España y protagonizó "El último cuplé", que en 1958 se convertiría en la película más taquillera entonces de nuestro cine, aunque ella al principio le dijo a su representante, Herreros, que el guión era una mierda. Con "La violetera" revalidó su popularidad. Gracias a ella el género del cuplé volvió a emerger después de más de treinta años olvidado.
Al morir Anthony Mann, del que se había separado en 1963, le dejó en su testamento cincuenta mil dólares y una valiosa joya de familia. El siguiente gran amor de la manchega fue el galán francés Maurice Ronet, con quien rodó tres películas. La primera, en 1959, Carmen la de Ronda. Él pasaba por un mal momento emocional: había perdido a su esposa. Sara lo ayudó tanto a superar aquel amargo trance… que acabaron en la cama. Uno de aquellos primeros encuentros románticos fue en un descanso del rodaje de la citada cinta: encontraron una cueva y allí "hicieron el amor" de forma impetuosa. Durante varios años, aunque de forma interrumpida por los compromisos de ambos, repitieron aquel inolvidable momento. Hasta que Sara conoció un día en una fiesta de amigos a un tímido bilbaíno llamado José Vicente Ramírez Olaya, "Chente" para sus conocidos, que trabajaba en la casa "Seat". Precisamente él conducía un "600", donde Sara lo acompañaba sin temor "al qué dirán", poseyendo un llamativo Mercedes. Se casaron en Roma en 1964, los recibió en audiencia privada el papa Pablo VI. Y una vez casados, él la conminó para que dejara el cine y fuera sólo "la señora de…". Ni que decir tiene que el matrimonio duró menos que un pastel en la puerta de una escuela, apenas un par de meses. Aunque el divorcio no lo consiguieron hasta catorce años más tarde. No se olvide que el franquismo lo tenía prohibido.
Sara Montiel fue entonces más prudente en sus elecciones sentimentales, dedicándose a sus películas y a sus espectáculos de variedades. Uno de ellos, lo estrenó en el teatro que en Palma de Mallorca regentaba el periodista José (Pepe) Tous. Nada más llegar él la agasajó, hasta que terminó encamándose con ella. Treinta años estuvieron juntos, casándose en 1979, hasta que la muerte los separó, al fallecer el empresario de un cáncer de colon en 1992. Modestamente, fui uno de los primeros reporteros en comprobar que vivían juntos. Entrevistaba yo a Sarita en su casa de la madrileña Plaza de España cuando casi tropecé en uno de los estrechos pasillos con Pepe. "¿Tú no me has visto, aquí, verdad?". Tous era, aunque afable, un tipo nervioso, autoritario en ocasiones, como si todos sus colegas tuviéramos que bailarle el agua. Cuando adoptaron dos niños, Thais y Zeus, Pepe se enfadó de repente conmigo al preguntarle cómo habían realizado los trámites. A lo que Sara, ya sin engolamiento en su voz, con sinceridad, me dijo: "¿Tú qué crees de dónde vienen estos niños?". Una colega cometió la torpeza en el diario "Ya" de publicar que en Alicante había una red de trata de niño. Y lo pasó mal, claro, por mucho que alardeara del manido "derecho de expresión". A mí, Tous, por interesarme acerca del origen de los pequeños me castigó, tachándome de la lista de un viaje programado para varios periodistas a Nueva York. Sara quiso mucho a sus dos hijos, que los crió y educó como biológicamente propios, hasta el día de su último suspiro. Zeus, sin estudios suficientes ni profesión conocida, tras su anunciado fracaso como cantante pop, vive de las rentas de su madre, sobre todo de las importantes joyas que les dejó. Thais, más prudente, apenas se ha hecho notar desde la desaparición de Sara.
Pepe Tous tal vez fue el hombre más importante en la vida de Sara Montiel. Él fue quien más la apoyó para que dilatara su carrera y no se retirara. Le hizo caso, aunque sus últimos años fueron algo patéticos, ya sin voz y sin la figura espectacular de sus mejores tiempos, sobre todo cuando aparecía en programas rosa de televisión simulando una continuada pelea con su buena amiga Marujita Diaz. Quien cuando murió la madre de Sara la acogió en su casa un mes. La Montiel pasó entonces unos meses muy deprimida. Fue durante varias semanas al cementerio, de madrugada, y se sentaba ante la tumba de su madre, llorando sin desmayo. Tuvo que ser ingresada en la clínica del eminente psiquiatra López Ibor. Ya en el nuevo siglo, sin duda al sentirse presa de una gran soledad, cometió el mayor error de su existencia: casarse por lo civil con un cubano cuarenta años menor, Tony Hernández, admirador suyo desde la infancia, del que se dijo que era "gay". Sacó éste buen partido de aquel absurdo matrimonio, paseándose por las televisiones y ganando más dinero que podía soñar viviendo en La Habana, su ciudad. La boda, en octubre de 2002, quedó en agua de borrajas, al disolverse la unión en julio de 2003. Sara Montiel falleció diez años después, hará cinco el próximo 8 de abril. Fue el último gran mito del cine español.
El último amante que tuvo Sara fue Giancarlo del Duca, al que tuvo de galán en "La mujer perdida", de 1966. Actor mediocre, que se dedicaba a aparecer en fotonovelas, los "fumetti" de su país. Con el italiano tuvo amores, aunque no continuados. En las postrimerías de Sara, lo invitaba a su casa madrileña. se acostaban y él aprovechaba para posar ante los reporteros y rebañar alguna intervención en esos programas rosas de la tele. Porque en Génova, donde vivía, no se comía una rosca y vivía de prestado. Con su mujer. La que al leer un día la revista Lecturas diciendo que su marido iba a casarse con la Montiel, se tronchaba de risa. Un espabilado que, al menos, hizo feliz los últimos años de vida de la criptanense. Y él se sirvió a su vez de ella, fingiendo que la quería. Sara tenía que haberle cantado aquello de "Pichi...".