Menú
Carta de amor

Querida Luisa

Es veintisiete de Febrero, apenas he podido dormir durante esta fría noche, rememorando aquél día...

Carta de amor: "Querida Luisa"

El audio empezará a sonar cuando acabe el anuncio

Un veintisiete de Febrero te fuiste para siempre. Recuerdo aquél momento como si fuera ayer. Después de una agonía tan larga, tan dolorosa, debió de ser una bendición para ti emprender el último viaje, por fin. 

Sentí entonces tanto alivio como dolor, pues comprendía por las expresiones de tu cara que el sufrimiento que sentías no era ya terrenal, sino sobrenatural, algo incalculable y sencillamente horrible. La noche en que todo acabó yo sujetaba tu cabeza sudorosa. Llevaba dos semanas sin salir de casa, tal era el pavor que sentía de que partieras sin estar a tu lado. Algo que, de haber sucedido, no hubiera podido perdonarme por muy larga que sea la vida que aún me quede.

Fueron esos dos últimos meses, días de extremado sufrimiento para ambos, sin lugar para el cobijo de la esperanza. Veía como las jornadas pasaban, y con ellas tú, cada vez un poco peor. Creía poder advertir tu empeoramiento día a día, a veces incluso hora a hora.

Llegó el momento más horrible, en el que tú misma comprendiste que ya nunca volverías a levantarte de aquella cama. Con esa cruel certeza, hiriente como una daga en el corazón, que es la certeza de la propia muerte. Como un sexto sentido innato en cada ser humano que nos asalta en un punto avanzado del camino de no retorno. Fue quizás aquél el momento más doloroso para mí, que no podía seguir por más tiempo enmascarando la inevitable verdad, que no podía ya consolarte con palabras de esperanza. Sería simplemente una tediosa y larga espera lo que nos quedaba por vivir juntos.

Aún hoy llevo dentro de mi ser el sonido de tus gemidos, tu voz al pedirme algo, que ya no era voz, sino un extraño quejido, como un susurro gutural que ni siquiera reconocía como tuyo. Como no reconocía tampoco tu cuerpo escuálido y extenuado por el dolor, y esa tonalidad de tu piel que no parecía humana.

 El olor de esa habitación. Ese olor acre de la muerte, a heces y velas con aroma de sándalo y canela, al que terminé acostumbrándome y que acabé por no percibir. Día y noche te acompañé, siempre estuve presente. Instalado en una pequeña cama junto al que había sido el lecho de matrimonio, y que era entonces, casi, un lecho de muerte.

Hoy, han pasado ya diez y seis años. Ya no me sangra la herida, pero la cicatriz siempre me acompaña. He visitado tu tumba, te he hablado con el pensamiento y he creído sentir sobre mi rostro la brisa de un aroma familiar. Tal vez eran las flores que había colocado sobre la tierra...

En Chic

    0
    comentarios