Colabora
Katy Mikhailova

Menos audios y más champú

La rutina imperfecta es la única honesta, la única humana, la única sostenible. Lo demás es ruido.

Alamy

He llegado a la conclusión de que la mayor presión contemporánea no viene del trabajo, ni del amor, ni de las facturas, sino de esa obsesión colectiva por vivir bien. El bienestar ya no es un estado sino un espectáculo. Una autoexigencia silenciosa y agotadora que nos obliga a tener rutinas perfectas, mañanas luminosas, desayunos con semillas que flotan en un tarro y una serenidad permanente que nadie siente de verdad.

En paralelo —porque vivimos en paralelo a casi todo— los audios se han convertido en una forma impune de colonización emocional. Hay proveedores, clientes, amigos de clientes, amigos de proveedores, favores de terceros y hasta desconocidos con tarjeta de visita que consideran normal enviarte cuatro minutos de audio para contarte algo que cabría en tres líneas.

Mi agenda es una autopista a toda velocidad y esos audios son un jabalí cruzando sin intermitentes. Colecciono de media unos seiscientos ochenta chats archivados. Seiscientos ochenta. De los cuales un veinte por ciento ni siquiera han sido abiertos. No por descortesía sino porque es humanamente imposible procesar semejante avalancha sonora.

Para proteger mi paz mental me he puesto en WhatsApp una foto de perfil que dice "No me mandes audios". A mí misma me sorprende esta nueva era iconográfica porque durante años cambié la foto con frecuencia. Lo hacía por diversión, por estética, por impulso. También para observar cómo reaccionaba la gente, como si mi foto fuese un pequeño experimento antropológico. Ahora ya no. Estoy en fase detox de ruido, de interrupciones, de intromisiones —cada uno que haga lo que quiera, pero que no me invada el oído—.

Lo curioso es que este agobio sonoro convive con la obsesión por el autocuidado. Todos meditamos, todos hacemos yoga, todos tomamos magnesio del bueno. Hemos convertido el descanso en un performance. Es desconectar manteniendo el wifi emocional abierto por si alguien deja un audio.

Y luego está el universo del champán, que es un mundo aparte. O como a mí me gusta llamarlo, champú anticasta. Antes era territorio de élites con traje y reloj pesado. Ahora lo bebe cualquiera en ayunas, con uvas, por Glovo o simplemente para celebrar que mañana es lunes.

Y desde que Rosalía le dedicó canción a la Sauvignon Blanc, medio país cree que distingue una uva de otra. La mayoría no sabría diferenciar un Chardonnay de un Sauvignon Blanc ni aunque les soplaran las notas de cata. Igual que casi nadie reconoce un Tempranillo de un Mazuelo, salvo que la Garnacha se delate sola.

Conviene recordar que el champagne es un vino espumoso y también una denominación de origen estricta. Solo puede elaborarse en la región de Champaña con sus tres uvas y su método tradicional. El cava, por su parte, es también un vino espumoso elaborado de forma impecable mediante el mismo procedimiento pero con variedades distintas y otro origen. Hay cavas que se confunden sin dificultad con determinados champagnes e incluso algunos que los superan.

Pero la experiencia no es la misma y aquí entra algo de lo que nadie habla —la fonética—. ¡Cómo no va a sonar mejor champú que cava si la palabra termina deslizándose en el aire! Champú. Champán. Esa "ene" final convierte cualquier brindis en una declaración estética. A veces elegimos por oído antes que por origen y no pasa nada. La frivolidad también es un criterio válido. Y si puedo elegir, me quedo con Laurent-Perrier. No por sonido sino porque es, sencillamente, mi favorito.

El otro día, en una fiesta, mi amigo Pedro del Castillo y yo nos saltamos el protocolo por así decíilo. Ya había un catering listo para servir, pero como habíamos empezado la tarde con champú decidimos continuar con champú. Llevamos tres botellas y se las entregamos al camarero principal —nuestros amigos de Espacio Cubierto—. Cuando aquello se quedó corto pedimos champán por Glovo. Una barbaridad. Una frivolidad. Una felicidad.

Ojalá pudiéramos ser así con nuestras rutinas. Menos rígidos, menos perfectos, menos pendientes del manual invisible del bienestar.

Si un día no meditas no pasa nada. Si te duele la espalda y no vas al pilates no se desploma tu identidad. Si la vida te da pereza, respiras, dices "puf" y sigues. La rutina imperfecta es la única honesta, la única humana, la única sostenible. Lo demás es ruido.

Y hablando de ruido, no me manden audios. Insisto. Ya tengo suficiente con mis contradicciones, mis fechas límite, mis arquitectos favoritos dejándome notas de voz místicas, mis "exs" que aparecen cuando "Mercury retrogradiza" y esa sensación compartida de que todos intentamos ser mejores de lo que realmente somos.

Si me quieren un poco, mándenme un mensaje silencioso. Y si me quieren, invítanme a un espumoso. Y si me quieren mucho, que sea Champú anticasta, por favor.

Ver los comentarios Ocultar los comentarios

Portada

Suscríbete a nuestro boletín diario