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Buscando el amor verdadero y eterno (I)

Señores,

Observando brevemente el funcionamiento del aparato reproductor de hombres y mujeres, podemos hacernos una idea de sus devastadoras consecuencias en nuestras miserables vidas. Un hombre, potencialmente, podría tener a lo largo de su existencia, a razón de dos empujones diarios durante sesenta años fértiles, alrededor de 45.000 descendientes. Sin embargo, las capacidades reproductivas de una mujer puestas al límite le permiten, en el mejor de los casos y a riesgo de quedar convertida en poco más que una hamburguesa, engendrar unos veinte o, como máximo, veinticinco hijos medianamente sanos. De aquí se deduce que, por naturaleza, la hembra, al tener menos boletos para la rifa de producir individuos genéticamente válidos, ha de ser necesariamente selectiva y cautelosa a la hora de elegir con quién mezclar sus genes y engendrar descendencia, y el macho ha de intentar de forma casi obsesiva esparcir su simiente donde pueda y cuando se lo permitan. La sexualidad masculina es por ello explosiva, ruda, poco sutil, es como un tifón que pretende a la desesperada causar los mayores efectos posibles en el menor tiempo que pueda, y la sexualidad de la mujer es introspectiva, felina, taimada y sinuosa, como una arañita tejiendo una delicada telita de hilillos de seda en un rincón. Cual metáfora numérica de gran contundencia, la naturaleza ha hecho que el hombre produzca al día millones de gametos, que se pelean en tromba por ser el primero en una entusiasta carrera, y la mujer uno al mes que espera paciente y sienciosamente agazapado en un mullido, arcano, misterioso, recóndito, húmedo, cálido y oscuro colchoncillo de espuma. Por eso el hombre busca o se conforma casi siempre con esparcir su semilla de un modo apresurado donde buenamente puede o le dejen y la mujer -usualmente- requiere un cortejo más complicado y más dilatado en el espacio y el tiempo hasta permitir que le toque una teta el hombre que ella ha elegido de entre todos los demás. Por eso el hombre es -por norma general- un constante insatisfecho y la mujer -siempre- elige en las discotecas. Por eso el hombre tiende a tener una naturaleza mucho más infiel que la mujer, se siente ahogado o estéril si no persigue jovencitas fértiles a las que fecundar, y la mujer -mayoritariamente- opina que el hombre medio sólo quiere echar un caliqueño y no desea comprometerse. Por eso el deseo masculino medio es abrumadoramente más intenso que el de la mujer media. Por eso -y no hay más que ver los porcentajes de anuncios por palabras de un diario cualquiera- hay muchas más putas dando rienda suelta a sus tejemanejes apresuradamente tras los puestos de la Boquería que gigolós de turno y la mayor parte de su esfuerzo se centra en cenar por ahí con sus clientas, charlar con ellas y escuchar, es decir, en aparentar ser el macho alfa comprensivo, acogedor y protector que toda hembra quisiera para si. Por eso el hombre, por muy desastroso que haya sido el acto, tiene asegurado un final con fuegos artificiales basado en mantener el ritmo y el final de la mujer depende en gran medida de la parafernalia previa. Por eso los machos y las hembras estamos condenados a tolerarnos, no necesariamente a entendernos.

Los seres vivos intentamos mezclar nuestros genes con otros genes que sean, al menos, algo mejores que los nuestros propios, del mismo modo que un orfebre mejora una aleación añadiendo más porcentaje de oro para que su joya reluzca más. Esto dificulta grandemente el proceso reproductivo, y ha dado lugar a una eterna y despiadada lucha entre machos y una laxitud ancestral por parte de las hembras. El macho, desde la Noche de los Tiempos, se ha dedicado a exhibirse, a pavonearse, a suplicar, a competir y a luchar por ganar el favor de la hembra, y la hembra se ha dedicado a elegir con cierta condescendencia no exenta de altanería al macho que mejor le ha convenido para sus planes reproductivos. La vida florece, explota en las esquinas más recónditas de esta pequeña mota azul perdida en medio del cosmos, a pesar de todo, y por culpa de esta lucha de titanes entre el deseo y la cautela, la contención y la eclosión, Venus escurridizo y Marte belicoso. Este esquema dual basado en la competencia ha permitido que cada generación haya resultado un poquito mejor que la anterior. Ha suscitado la monogamia (que no es más que la necesidad de certeza de que los genes de tus hijos son tuyos). Y los celos. Y la perpetua codicia de la mujer del prójimo. La naturaleza es tan sabia que ha dotado a los seres vivos de un extraño placer en la búsqueda de pareja y la lucha por alcanzarla. A nadie le gusta el éxito fácil, y es evidente que pocos placeres hay en esta vida como la caza de una hembra evasiva, que enardece y obnubila a un capuchino de madera.

Seguramente ustedes argumentarán con cierta dósis de indignación que conocen a decenas de mujeres que no son así y a miles de hombres que son justo lo contrario. No obstante, antes de que lo hagan, les contaré por qué he decidido escribir este post: Ultimamente me despierto de madrugada sobresaltado, presa de un voraz insomnio. Miro el reloj, y siempre es cerca de las cuatro. Se ciernen sobre mi cama revuelta un catedralicio silencio y una oscuridad solemne. Mi dálmata Vaca resopla desde la planta de abajo, atrapada en su collar isabelino y en un sueño de carreras eternas tras una jugosa rata. Siempre pasa lo mismo: tras unos minutos dando vueltas sobre el colchón persiguendo un esquivo sueño que no llega o no alcanzo, me rindo y enciendo la televisión. En un ritual maldito, paso un canal tras otro, asistiendo abotargado a estridentes teletiendas, imprecisas brujas, enlatadas series de los setenta, esquizofrénicas mujeres que quieren que adivine qué ciudad española tiene cinco Aes y empieza por S y, finalmente, llego a las cadenas locales que de madrugada sólo emiten porno. Nunca me ha gustado el porno, me resulta excesivamente explícito y neumático. Pero en él se encuentran distorsionados muchos ingredientes de un lenguaje simbólico que ha hecho que el macho humano de la civilización occidental enloquezca un poco: En las películas porno, son las mujeres las que persiguen a los hombres, se lanzan a su cuello para devorarlos como mantis religiosas, para chapotear en sus cuerpos, para obtener con veneración sus preciados genes. Imagínense una película porno en la que las mujeres fueran inaccesibles: sería inviable, frustrante, imposible. En las películas porno de madrugada, los hombres más alopécicos, maduros y obesos son acosados, acorralados, hostigados y pretendidos por ninfas de anchas caderas, generosos pechos y voluptuosos labios (todos ellos símbolos de fecundidad desde que el hombre es hombre). El público -esencialmente el público del porno es masculino precisamente debido a su desmesurado deseo y a las oleadas terroríficas de testosterona que lo inundan periódicamente- se siente identificado y fantasea con la posibilidad de que alguna vez en su vida las películas se hagan realidad y decenas y decenas de hembras a las que fecundar hagan cola a la puerta de su casa suplicando quedarse preñadas de forma apresurada y sin mucho compromiso. Como contagiados o hipnotizados por esta fábula postmoderna, los telespectadores confunden realidad con ficción y se apresuran a mandar mensajes de texto a la televisión solicitando mujeres fáciles y (jojojojó) gratuitas. Estudiar estos mensajes es del todo fascinante: cantan una rapsodia de soledad, de desesperación, de necesidades insatisfechas, de deseos no saciados. A poco que los lea, el espectador atónito y desvelado llegará a la conclusión de que sólo los envían hombres. Hagan una prueba, verán que es cierto: sólo hay hombres a estas horas mandando SMS (y, quizá, viendo porno, a saber). Así, tras más de veintiún siglos de civilización, una vez más llegamos a la misma conclusión a la que habríamos llegado colgados de los árboles o emergiendo, chapoteantes, de una humeante ciénaga: los machos compiten, las hembras eligen. El macho del siglo XXI, electrocutado, inmerso en la sociedad de la información y la tecnología, no hace más que adaptar los viejos cánones a las nuevas formas. Al igual que en las ferias de los pueblos de hace un siglo, en los cortejos rituales de las tribus más recónditas, o en las discotecas más tumultuosas, los hombres seguimos enviando mensajes y las mujeres recibiéndolos con cierta indiferencia. Muchos de los SMS se repiten machaconamente: el hombre no ha obtenido el resultado esperado, y los envía una y otra vez, insistentemente: Es una cornada tras otra en la pelea de los machos por ganar el favor de la hembra. Los pocos mensajes que he podido ver de mujeres los envían putas. Diría que esos no cuentan.

Movido por estas reflexiones, he ido analizando qué hay de conducta ritual en la búsqueda del amor verdadero y eterno en las herramientas que la Sociedad de la Información pone a nuestro alcance. He rastreado chats para adultos, llegando a la misma conclusión: Los chats son una pelea simbólica de machos, que con sus astas virtuales trocadas en palabras, se disputan de un modo grosero a las pocas hembras que hay en la manada. Me conecté como mujer, sólo para comprobar que mi pantalla se llenaba de propuestas de todo tipo, descabelladas, caballerosas, obscenas, salvajes, picantes, tímidas, titubeantes, rotundas, económicas, grotescas, civilizadas, fantasiosas, mediocres, infantiles, contundentes, torpes, ocurrentes... Sin embargo, conectado como hombre, jamás nadie me dijo nada. Luego, observé las páginas de anuncios por palabras. El ratio de mensajes de mujeres buscando hombres y de hombres buscando mujeres es aproximadamente de uno a veinte: ahí tenemos de nuevo la batalla de los machos por perpetuar sus genes. También analicé el patrón de altas de mujeres en una página de citas, comprobando que periódicamente se abrían cuentas nuevas en lotes de setenta, de lo que deduje que se trataba de un programa mantenido por los propietarios de la página que genera perfiles femeninos sacando los datos de una aplicación informática para mantener expectantes a los socios masculinos.

Los detractores de Internet siempre han asegurado que la red es una forma enfermiza de conocer gente. Que la comunicación a través de este medio es gélida. No obstante, a poco que lo analicemos, nos daremos cuenta de que no hemos hecho más que trasladar al reino de las ideas una conducta que nos acompaña desde siempre. La hemos estilizado y pintado de colorines, la hemos pixelizado, la hemos disfrazado de un algo digital. Pero la realidad es que el medio no es ni frío ni caliente: son las palabras que escribamos a través de él, es el mensaje el que aporta la temperatura. Y al final, como ha sido siempre, todo se queda en una miserable pelea de gallos por la última gallina soltera.

Solitariamente,

Fabián, su Chico Albañil

Fabián C. Barrio es motero y tiene una compañía productora de películas de viajes.

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