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Pedro de Tena

Cádiz y La Habana deben cantar por Antonio Burgos. Y Sevilla. Y Andalucía. Y España

Cuando me fui a vivir a Sevilla, a comienzos de los años 80, la columna de Antonio Burgos era ya de lectura obligatoria. Luego fue un rito sacramental. De Burgos ha aprendido toda una generación.

Cuando me fui a vivir a Sevilla, a comienzos de los años 80, la columna de Antonio Burgos era ya de lectura obligatoria. Luego fue un rito sacramental. De Burgos ha aprendido toda una generación.
Antonio Burgos | EFE.

Lo que puede decirse con precisión de Antonio Burgos Belinchón es que nació donde le salió de los cojones, esto es, en dos ciudades a la vez, Sevilla y Cádiz, justo las mismas en las que se dividía el mundo para el gran poeta y taurómaco Fernando Villalón. A la primera le dio recuadro, aguijón y crónica. A la segunda, le regaló voluntad y poesía. A las demás provincias andaluzas, no se puede estar en más de dos partes al mismo tiempo salvo que se sea un santo y no laico, les propuso dignidad en una España poco generosa con su gente.

Si alguien quiere conocer los hechos, los dichos y los escritos de Antonio Burgos debe acudir a su casa natal a la que regresó tras un exilio incómodo. En parte de ese destierro, el no literario, tuvo mucho que ver la organización terrorista ETA, la misma que ahora se encapucha tras las siglas de Bildu, que lo quería matar. Cuando piensen en ello, piensen en dos personas: José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez. Pero este breve esbozo no tiene sino la pretensión de pincelar para futuras biografías, algunas sensaciones de alguien que lo sintió sin conocerlo íntimamente.

Fue en Jerez de la Frontera donde tuve la primera noticia sobre Antonio Burgos. Se trataba de la publicación a principios de los años 70, con Franco vivo, del libro Andalucía, ¿Tercer Mundo? en el que ponía sobre la mesa la situación de atraso que sufría el Sur español respecto a los Nortes catalán, vasco y madrileño. Era, desde luego, algo que se sufría desde hacía más de un siglo pero fue más que temerario decirle a la cara al dictador que, en vez de hacer de España una sola patria y grande, que lo de libre es para dejarlo aparte, había separado a Andalucía de los justos beneficios del desarrollo de los años 60 y 70. Y no sólo a ella.

Lo que entendimos los imberbes rebeldes de entonces es que Franco, con tal de no remover los avisperos catalán o vasco, había preferido que la pobreza y la desigualdad anidaran en Andalucía y otras regiones de España. Los datos fehacientes de los muy contemporáneos Informes Foessa del llorado Amando de Miguel certificaban que el agravio era un hecho demostrable y que las castas dirigentes de la aristocracia andaluza y las burguesías provinciales habían sido incapaces de hacer que un andaluz fuera igual en oportunidades a un catalán o a un vasco, lo que conducía a un sentimiento regionalista que él ligaba a Blas Infante, víctima inexplicable y absurda de una Guerra Civil.

Antonio Burgos y Carlos Cano

Cuando me fui a vivir a Sevilla, a comienzos de los años 80, la columna de Antonio Burgos era ya de lectura obligatoria. Luego fue un rito sacramental. Aunque ABC era un periódico históricamente monárquico de una derecha liberal conservadora, Burgos, que en efecto era monárquico de don Juan, iba más lejos por sus inclinaciones originales hacia el social-andalucismo, representado por el grupo de pioneros andalucistas liderados por Alejandro Rojas Marcos, José Aumente, Diego de los Santos, Emilio Lechuga, Salvador Pérez Bueno, Miguel Ángel Arredonda, Pedro Pacheco y otros.

Pero más que referirme al atraco político que tal movimiento confuso y de amplio espectro sufrió por parte del salteador de caminos políticos, Rafael Escuredo y su PSOE andalucista, quiero aludir a la amistad que ya entonces vino trenzada entre Antonio Burgos y el granadino Carlos Cano. Gracias a los dos, letra y música, podemos vibrar y emocionarnos con esas Habaneras por las que Cádiz, La Habana y Sevilla, cuando menos, deberían llorar siempre a Burgos, que ahora las cantará a su modo con Carlos Cano que tampoco está con nosotros, desgraciadamente.


Hay poetas y poetas. Los hay que triunfan en las Academias, en los salones del verso, en las bibliotecas oscuras y en los manuales de métrica y estética. Hay otros de los que recordamos alguna estrofa, algún afortunado éxtasis literario, tal vez un paisaje o medio que rima con el alma. Pero hay otros, para mí los más afortunados y envidiables, que consiguen que sus poemas y canciones -poesía es cantar, no contar -, se metan en las venas de la gente y en el aire de sus pulmones. Pongo por caso, Rafael de León, un andaluz, señorito y perseguido y marginado por lo mismo que Federico García Lorca, que puso a una nación a cantar Ojos Verdes, María de la O, La Lirio, Tatuaje, Pena, penita pena y….decenas y decenas más. Pues eso hicieron Antonio Burgos y su hermano nazarí de sangre. Bienaventurados ellos.

El Debate sobre el Estado de la Nación

Con el tiempo, comencé a escuchar en la radio uno de los programas más divertidos que la política ha dado a este país. Era el Debate sobre el Estado de la Nación, en el que subían al estrado unos diestros emparentados por el escepticismo y la juerga ideológica, por el sentido del humor y el ácido sulfúrico de sus diatribas. Junto a Alfonso Ussía, a Tip, a Mingote o a Antonio Ozores, recuerdo vivamente a Antonio Burgos. Fue entonces cuando me di cuenta de que tartamudeaba.

Creo que me sentí aliviado porque yo mismo, desde los seis o siete años, sufrí los dolores infantiles del tartajoso sin causa -tal vez hice una imitación que me invadió vengativamente -, y aunque ahora no tar-ta-ta-mu-deo no es porque haya superado nada sino porque he aprendido a engañar a los que escuchan. No sé qué le pasó a Antonio Burgos, pero estoy seguro de que, aunque se hablase poco de ello, las burlas que sufriría, si su tartajeo era del mismo nivel que el mío, fueron crueles. Sin embargo, no nos hizo moralmente deformes ni nos llenó de odio.

Recordaré que lo conocí por primera vez en persona un día de no sé qué año pero ya éramos talluditos. Mi buena amiga Nieves García Benito, profesora de Historia y compañera de ex clandestinidades, había sido profesora de su hijo Fernando en uno de los colegios más "progresistas" de Sevilla. No sé cómo ocurrió pero sé que fue en Tarifa cuando me enseñó el más que pulcro examen de Historia Moderna que el chaval había entregado, creo recordar, que sobre la Revolución Francesa. Me pidió que se lo hiciera llegar al padre. Y lo hice.

Quedé con él y le entregué aquellos folios como un tesoro, lo que eran, para un padre. Luego charlamos de todo un poco. Yo estaba en El Mundo y bregaba con la corrupción socialista andaluza desde el caso Juan Guerra y él había salido de ABC, primero a un lado, a otro y luego a la columnata de mí mismo periódico de entonces. Fue entonces cuando recibí una de las lecciones de mi vida.

Gracia pero mezclada con mala leche

Antonio Burgos, que tenía sal en sus hechuras, era de los tipos que tienen gracia pero mezclada con mala leche, fórmula insuperable que muy pocos alcanzan. Unos, por no querer herir. Otros, por no saber reírse. Pero, claro, cachondeo y rebaba desde un ABC, señor de la Sevilla conservadora o un El Mundo, ariete de la Andalucía liberal, impresionaba a los políticos. A uno de ellos le espetó un día: "tiene menos vergüenza que un gato en una matanza", así tal como suena.

Yo, que era amigo del destinatario del puyazo pasado, le pregunté que qué iba a hacer. Le sugerí que le exigiera una rectificación porque nuestro Burgos no dio pruebas de nada, ni indicios ni pistas. Sencillamente escribió lo que escribió por lo que fuese. Los caminos de la prensa, a veces, son inescrutables. Mi sorpresa fue que aquel político, lejos de partirle la cara al afamado escritor, lo invitó a comer y algunos actos sociales más. Mano de santo.

De Burgos ha aprendido toda una generación. Como la Maestranza, tendrá su sol y sus sombras. Pero creo que si Sevilla no se atreve a costearle un monumento, que creo se merece porque su reflejo terco, fecundo, inmisericorde, doliente y pa tirarse al suelo de la ciudad no tiene comparación posible, debería hacérselo Cádiz. De Cádiz era precisamente uno de sus personajes populares, Paco el Tieso, un tetrapléjico total que iba en silla eléctrica de ruedas y no se perdía ni un partido de fútbol, ni una corrida, ni unos carnavales. Quería vivir, amaba vivir, deseaba vivir. ¿Eutanasia? Amos, anda.

Por eso era un maestro de la lengua española, con un toque sefardí de alma y amante del periodismo del rincón, de la esquina, de la carne viva, de las costumbres y tradiciones que hacen que se nos paren los pulsos. Cuando la ETA lo condenó al exilio suizo, volvió a Sevilla diciendo que prefería que lo mataran sus asesinos a morir de tristeza fuera de su tierra. Por todo esto y por mucho más que otros dirán mejor que yo, Antonio Burgos se merece un respeto por su insistencia, su consistencia y su exigencia y una habanera de despedida... si no cuaja otra cosa.

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