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Santiago Navajas

Brigitte Bardot: De la bella a la bestia por su proximidad a la derecha política

Pasó de ser icono de una feminidad liberada, sensual y desafiante a una figura rechazada por sus posiciones políticas radicales en contra de lo políticamente correcto.

Brigitte Bardot en 1963 | Cordon Press

Brigitte Bardot, la eterna BB, encarnó como pocas la paradoja de la belleza sublime y terrible. En su juventud, fue el icono de una feminidad liberada, sensual y desafiante que revolucionó el cine y la cultura occidental. Pero en sus últimos años, se convirtió en una figura rechazada por amplios sectores de la sociedad francesa, tildada de monstruo por sus posiciones políticas radicales en contra de lo políticamente correcto de la diversidad, la inclusión y el multiculturalismo. Ha muerto el 28 de diciembre, a los 91 años, dejando un legado polarizado –la polarización como "palabro" de moda– entre la admiración por su encarnación del eterno femenino francés y por su defensa de los animales, pero también por el rechazo del mundillo cultural hegemónico por su proximidad a la derecha política, delito mayor en un ecosistema, el del espectáculo, en el que prima el acoso y el desprecio por aquellos que no comulgan con las ruedas de molino que marca el núcleo irradiador ideológico y los sectores aliados laterales.

Brigitte Bardot en "Y Dios creó a la mujer"

En la pantalla, Bardot era una presencia inquietante, casi sobrenatural. Películas como Y Dios creó a la mujer (1956) o El desprecio (1963) de Godard la mostraron como una belleza que desbordaba los límites de lo convencional: erótica, salvaje, inalcanzable. Su cuerpo, su mirada, su melena desordenada evocaban lo sublime en el sentido burkeano: aquello que atrae y aterroriza al mismo tiempo. La belleza, cuando se alía con lo terrible —el deseo incontrolable, la rebeldía sin freno—, produce lo monstruoso. Bardot no era solo hermosa; era una fuerza destructiva y creadora, un monstruo sublime que fascinaba y perturbaba el panorama cinematográfico de posguerra. Nadie mejor que ella para encarnar a Helena de Troya, en la película de Robert Wise, siendo ella misma y volviendo del revés a dioses y héroes.

Apoyó abiertamente al Frente Nacional

Pero otro monstruo político emergió en su vejez. Tras abandonar el cine en 1973 para dedicarse a la causa animal —fundando su propia fundación en 1986—, Bardot se radicalizó políticamente. Animalista y ecologista podría haberse convertido en una Greta Thunberg pero en guapo. Sin embargo, no se dejó arrastrar por el bienquedismo de la izquierda tradicional y, desde los años 90, apoyó abiertamente al Frente Nacional, primero a Jean-Marie Le Pen y luego a su hija Marine, a quien llamó "la Juana de Arco del siglo XXI" y "la única mujer con cojones". Defendía una identidad francesa fuerte, inquebrantable, frente a lo que veía como una disolución en un globalismo banal y un islamismo invasor. Hay que decir que Bardot se equivocaba en su apreciación de Marine Le Pen porque, al menos, había otra mujer con cojones en Francia. Había que tener arrestos para declarar frente a la cheka habitual de Le Monde, Les Inrockuptibles y Libération

Soy una mujer de derechas y no me importa lo que piensen. ¡Su opinión, no me importa! Antes nos enfadábamos menos, ahora la libertad ha desaparecido.

Brigitte Bardot con tropas en 1950

Su cruzada por los animales la llevó a denunciar con virulencia el sacrificio según la ley islámica (halal), que consideraba cruel y bárbaro, por lo que ha sido prohibido en varios países europeos, ya que, y en esto las campañas de Bardot fueron claves, la Unión Europea permite a los Estados miembros imponer estas restricciones por bienestar animal, priorizándolo sobre excepciones religiosas en muchos casos.

Pero para BB, esta práctica no era solo un problema de bienestar animal, sino símbolo de una "islamización de Francia" que amenazaba las raíces culturales del país y lo ponía en riesgo de terrorismo. En el siglo XXI, más de trescientos asesinatos se han producido en Francia en nombre del islam. Sus declaraciones —"estoy harta de estar bajo el yugo de esta población que nos destruye"— le valieron múltiples condenas por incitación al odio racial, hasta seis veces entre 1997 y 2021. Fue multada por hablar de "invasión" musulmana, por criticar la inmigración masiva y por rechazar la mezcla cultural que diluía, según ella, la esencia francesa. ¿Quién se atrevería entre los subvencionados con el Goya decirle a Sánchez lo que ella recriminó a Macron?

Tus primeras palabras al recibirme en el palacio presidencial fueron "¡Me vas a gritar!". Cinco años después, sí, te grito, Emmanuel Macron, porque me enfurece tu inacción, tu cobardía, tu desprecio por los franceses. Tu suficiencia, tu cobardía, tus discursos ridículos, tu total falta de empatía y autoridad te convierten en una marioneta despreciable, una triste fregona para limpiar la sangre y la muerte que reinan sobre este país cuyas luces se han apagado.

Brigitte Bardot con su perro en 1966

En un mundo que celebraba la diversidad como valor supremo, Bardot se erigió en defensora intransigente de lo propio: la Francia eterna, cristiana, animalista en su versión más pura. Para muchos, era una reaccionaria intolerante; para otros, una patriota valiente que decía en voz alta lo que muchos pensaban en silencio. Rechazada por la élite cultural, condenada por los tribunales, aislada en su madriguera de Saint-Tropez rodeada de perros y gatos rescatados, Bardot encarnó el precio de la coherencia radical y de la no sumisión a ningún dogma. Es un ejemplo paradigmático de cómo la libertad de expresión está desapareciendo en Europa a medida que se impone la censura izquierdo-islamista.

Al final, Brigitte Bardot fue eso: la belleza del monstruo. Sublime en su juventud por su poder perturbador; terrible en su madurez por su rechazo a transigir y su rebeldía contra el statu quo. Una mujer que dio su juventud al deseo colectivo y su vejez a batallas que no se resignó a dar perdidas de antemano. En un tiempo de conformismo global, su monstruosidad —esa mezcla de belleza y horror que es la marca de la verdad pura y dura— nos recuerda que lo sublime siempre incomoda. Y que, quizás, en su ferocidad, había una forma extrema de amor por lo bello y lo auténtico.

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