Todavía recuerdo el verano de 1996, con la proyección en un cine atestado de La Roca. Un thriller de acción vituperado por tantos pero en el que Sean Connery retomaba, como veterano agente británico encarcelado en Alcatraz, su papel de un más que un posible 007 al borde ya de la ancianidad, pero capaz todavía de entrar, salir y volverse a escapar de su propia celda ante los ojos de todos sus perseguidores. Un símbolo perfecto de una carrera, y un hombre, absolutamente seductor y deslumbrante, que a lo largo de cuatro décadas supo labrarse un lugar sin un esfuerzo excesivo. Como si realmente le perteneciese.
Es la prueba de que, ya bien entrados los tiempos de la MTV, Connery podía codearse con el cine de acción testosterónico para la generación de entonces. De hecho, Connery era el único capaz de hacer las cosas que Connery hacía. Pero como Clint Eastwood, Sir Sean Connery tuvo que esperar a que se reconocieran sus habilidades como intérprete. Poseedor de un carisma arrollador, se podría decir que su presencia y maneras masculinas llevaron a menospreciar la calidad de sus interpretaciones. Su futuro se adivinó estelar desde el principio, con una película de Alfred Hitchcock (Marnie, la ladrona) y de todas formas y con el paso de los años, adquiriría un prestigio superior según avanzaba su condición de galán maduro, pero aún así hubo barreras que superar.
Resulta imposible separar la imagen de Sean Connery y James Bond. O de James Bond y Sean Connery. Sus sustitutos han sido igualmente excelsos, con el también recientemente fallecido Roger Moore, o Daniel Craig, quien recuperó la dureza del personaje en términos más contemporáneos. La sombra de Connery siempre estuvo ahí, tras ellos, tal es el alcance que puede tener un mito.
Licenciado de la Marina debido a una úlcera, probablemente el único defecto físico conocido de Connery, rebotó de un empleo a otro hasta acabar como modelo y culturista. Ducho también en el fútbol, en su punto de mira estaba la actuación y no tanto las pesas o perseguir la pelota. Tras unos años ejerciendo papeles menores o secundarios, llegaría su oportunidad de oro cuando Broccoli y Saltzman le seleccionaros para el papel que acompaña a todos los titulares.
El escocés, escogido como Bond sin casting previo -o eso dice la leyenda impresa- comprimía en sus 1,90 metros la rudeza de un obrero y el enigma de un aristócrata. Tal combinación de fuerza bruta y caballerosidad "british", a punto de reventar el traje, encajaron como un guante en el papel. Connery acabó modelando a 007 y no al revés. El resto es historia.
Ganador de dos Bafta y tres globos de Oro, el reconocimiento de la industria, si bien a un nivel simbólico, le llegaría en los ochenta con su Oscar al mejor actor secundario por Los intocables de Eliot Ness. Connery iniciaría ahí un nuevo, largo y renovado romance en un Hollywood del que de todas formas nunca se había ido. Lo haría como presencia secundaria pero estelar en filmes como Los inmortales o Indiana Jones y la última cruzada, bien encabezando repartos de películas de todo género y condición como La caza del octubre rojo, donde interpretó a un indescifrable desertor ruso al que acompañaríamos al lado más oscuro del comunismo, si eso se propusiese. En ocasiones, como en Robin Hood. Príncipe de los ladrones, solo necesitó salir diez segundos para robar todo el protagonismo al mismísimo Kevin Costner.
Incluso retomó el papel de 007 en un filme bastardo como Nunca digas nunca jamás, que llegó a superar la taquilla del entonces oficial Roger Moore y por el que cobró un sueldo de 7 millones de dólares de 1983. A finales del siglo XX a Connery todavía le seguían adjudicando actrices a las que casi doblaba la edad, como la treintañera Catherine Zeta-Jones de La trampa (1999), y a nadie le parecía extrañar: el atractivo animal de Connery no había hecho sino aumentar pese al peluquín. Ese mismo año fue nombrado por People el hombre más sexy del mundo. Tenía 69.
Connery logró a base de carácter que su robusta imagen permaneciera incólume para generaciones posteriores. Nunca necesitó complicarse demasiado la existencia, pero en ocasiones lo hizo, demostrando mimbres arrolladores. Películas como La Roca, Causa Justa o La Trampa llenaron los cines a lo largo de la década de los 90. Antes incluso, arrasó en Europa con la adaptación del best-seller El nombre de la rosa y colaboró con Richard Lester y John Huston en Robin y Marian y El Hombre que pudo reinar, añadiendo capas de tristeza, ironía y autoría a su propio icono. Su imagen como primordial James Bond, a la vez que su condición de actor de etiqueta negra, era al fin y al cabo un título intocable.
Su adiós supone un duro golpe para el aficionado al cine, huérfano de apariciones de Connery, retirado del cine desde 2003 con la poco célebre adaptación de cómic La liga de los hombres extraordinarios. No ha habido sustituto posible. Al igual que otro grande como Gene Hackman, el escocés cumplió su promesa de no aparecer más por la gran pantalla y a partir de ese momento solo pudimos disfrutar de su voz o su imagen en algún videojuego o documental. Su desaparición solo ratifica su mortalidad física, pero Sean Connery es eterno como un Dios. Y se comportó como si siempre lo hubiera sabido.