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Santiago Navajas

100 años de Sam Peckinpah, el poeta de la amistad y la violencia

Con solo dieciséis películas, es uno de los directores más emblemáticos del cine norteamericano tras la Segunda Guerra Mundial.

Sam Peckinpah | Cordon Press

Vivimos una época en la que se dice que los sesenta son los nuevos cuarenta. Gracias a los nutricionistas, los gimnasios, los dietas detox (¿se dice así?) y los ayunos intermitentes (nos hemos vueltos locos), los viejos mueren en un estupendo estado de forma. Sam Peckinpah murió con menos de sesenta años, alcoholizado, autodestruido, roto, en una carrera de fondo para morir relativamente pronto y dejando un espantoso cadáver que horrorizaría al más veterano forense. Pero con una carrera plagada de buenas películas y también de un puñado de obras inmortales, ninguna una obra maestra, pero porque nuestro hombre sacrificaba la perfección a la autenticidad, el aplauso fácil a la fuerza ofensiva.

Imagen de 'Duelo en Alta Sierra'

Con solo dieciséis películas, Peckinpah es uno de los directores más emblemáticos del cine norteamericano tras la Segunda Guerra Mundial. Su primera película, Compañeros mortales (1961), no fue más que un trabajo de iniciación, por lo que realmente su carrera autoral fue Duelo en Alta Sierra estrenada en 1962, el mismo año de la obra maestra de John Ford El hombre que mató a Liberty Valance. El testigo pasó de Ford a Peckinpah no solo en cuanto el género cinematográfico, sino también como heredero de un espíritu de verdad, una forma dinámica en la que domina la fuerza y la referencia a lo más profundo de la naturaleza humana. Por tanto, fuerza de expresión y también fuerza vital. Peckinpah como Ford no solo llevan el cine en la sangre, sino también una visión de la realidad que podríamos denominar realista a la vez que romántica. Humanista. Si en El hombre que mató a Liberty Valance, Tom Doniphon (John Wayne) es un desubicado de su época, también los dos viejos vaqueros de Duelo en Alta Sierra, Randolph Scott y Joel McCrea, son dos viejos leones en extinción, tanto por valentía como por nobleza, rodeados de jóvenes hienas que operan en manadas tan vulgares como nihilistas.

En El hombre que mató a Liberty Valance, Ford hacía decir a un periodista que su misión era contar la leyenda, pero no la verdad. Sin embargo, Ford nos cuenta a través del cine no solo una verdad sino un mito superior, aquel que se basa precisamente en lo que realmente sucedió. Esta dialéctica entre lo que es y lo que debe ser, entre la historia y la poesía, sucede también con Sam Peckinpah cuando en Mayor Dundee (1964) convierte en protagonistas a personajes tan complejos en su turbiedad: el mayor del ejército yanqui interpretado por Charlton Heston y el teniente del ejército sudista encarnado por Richard Harris: narcisistas, racistas, egoístas, soberbios, pero también nobles, galantes, valientes y generosos. Héroes y villanos dependiendo del contexto. Duros con las espuelas y blandos con las espigas, como son los hombres-hombres según García Lorca. Sin embargo, como Ford, Peckinpah deconstruye a sus villanos para terminar convirtiéndolos en héroes en un plano superior a través de la dialéctica entre el santo y el diablo. Por cierto, Peckinpah odiaba Mayor Dundee, pero porque había sido masacrada por la productora. Sin embargo, desde hace unos años contamos con una versión extendida de más de dos horas que puede ser que efectivamente sí capture la intención original.

"Grupo salvaje"

En Peckinpah como Ford, no hay héroe que no sea villano, y no hay villano que tenga una parte de héroe. Tras un película de atribución controvertida, El gran combate (1965), llegaría una de sus obras más célebres, uno de los western más celebrados, tanto por su originalidad formal como por su violencia explícita, Grupo salvaje, 1969, donde se muestra un montaje en el que el verismo de la sangre alcanza unas dimensiones gore nunca vistas en el cine norteamericano y que es contemporáneo tanto del spaghetti western de Sergio Leone como en lontananza Quentin Tarantino. Entre medias, la generación de la violencia: Aldrich, Ray, Fleisher… que han pasado por la Segunda Guerra Mundial en sus carnes y que desafían el Código Hays que prohibía la violencia explícita.

Charlton Heston en "Major Dundee"

Formado en la televisión, como guionista, actor y director de series, sobre todo westerns, en los que ya introducía un naturalismo ajeno al cartón piedra habitual, Peckinpah nunca abandonó cierto aire televisivo, directo y al grano, sin concesiones de cara a la galería, incluso dominado por cierto populismo formal que luego se concretaría en las famosas secuencias a cámara lenta que serían criticadas tanto por el regodeo en la violencia como por el manierismo estético. Pero que, sin embargo, en Peckinpah sí funciona porque refleja el propio estilo natural del director, dotado de una elegancia natural, un deambular cadencioso y un atuendo de dandy que no estaba peleado, al revés, con un estado de embriaguez permanente.

La violencia lírica se transformó en lirismo puro en La balada de Cable Hogue (1970) y en violencia pura en Perros de paja (1971). Pero es el cine de Peckinpah, cuando le dejaban, era de una pureza inmaculada, angelical teniendo en cuanto que los ángeles son terribles, no peluches. Por supuesto, hay quien se queda con la espuma de la sangre y la violencia como un show, pero un autor nunca es responsable de sus malas interpretaciones ni de la torpeza de sus fieles. Si algo bueno tienen los actuales tiempos canceladores es que alguien tan intempestivo como Peckinpah es carne de cañón para la censura políticamente correcta, esa que denuncia las violaciones de Perros de paja. Mejor censurado que malinterpretado, como ocurrió cuando fue acusado por la crítica hegemónica de crueldad congénita y sadismo desatado. Eran tiempos en los que se acusaba a John Ford de ser un fascista y a Tarkovski de ser un formalista burgués.

Paradójicamente, Peckinpah rodó en primer lugar su testamento cinematográfico, ya que en ese crepuscular western se encuentra una muerte rodada con un nobleza y una dignidad pocas veces vistas en el cine. Joel McCrea en Duelo en la alta sierra se aleja hacia el horizonte herido de muerte con una sobriedad semejante a la de Alan Ladd en Raíces profundas (1953) de George Stevens: el héroe, vencido, pero no derrotado, muere fuera de plano.

"La cruz de hierro"

El tono crepuscular, melancólico, romántico, alejado de la cursilería por la amistad viril de algunos de los protagonistas y la violencia omnipresente, sigue adueñándose del resto de su filmografía, de El rey del rodeo (1972), con Steve McQueen interpretando a un vaquero de rodeos que (sobre)vive peligrosamente a la búsqueda de la cabalgada perfecta. Pero a pesar de la fugacidad del tiempo y la seguridad de la derrota, Peckinpah no cree que el gesto sea inútil, como no es inútil perseguir los sueños aunque finalmente se revelen como pesadillas o, todavía peor, como ilusiones evanescentes. Esta persecución sin sentido, solo sostenido en la propia persecución es el leitmotiv tanto de La huida (1972), Pat Garrett y Billy The Kid (1973) como de Quiero la cabeza de Alfredo García(1974).

Tras su película menos buena, pero plagada de hazañas visuales, Asesinos de élite (1975), Peckinpah rodó la que en mi opinión es la mejor película bélica de la historia, La cruz de hierro (1976), en la que no aparece una de sus constantes, la amistad basada en la admiración que no rechaza, al contrario, el conflicto entre amigos. Se suele hablar de la amistad traicionado en su cine, pero es que la amistad según Peckinpah es dialéctica y conflictiva, de opuestos, no de complementarios, en tensión y de suma cero. Diríase que es lo más cercano a la amistad que pueden sentir personajes como él mismo, alguien que se reconocía como alguien más bien malo que bueno. La cruz de hierro es una película homérica tanto en su profundidad humanista como en mostrar la guerra en su esencia, donde la penuria de medios multiplican el efecto de devastación y ruindad. En medio de esa tormenta de acero, sobrevive el espíritu humano. Insisto, frente a la crítica superficial que se quedaba únicamente con los fuegos de artificios sanguinolentos sin poder o querer ver el sustrato profundamente humanista pero sin postureo progre de Peckinpah.

Steve McQueen, Ali MacGraw y Sam Peckinpah en el rodaje de "The Getaway"

Finalmente, la carrera de Peckinpah culmina con dos obras que, aunque menos reconocidas, mantienen su sello inconfundible a pesar de pecar de nervio y manifestar una decadencia irreversible: Convoy (1978) y Clave Omega (1983). En Convoy, Peckinpah nos lleva a las carreteras estadounidenses donde la camaradería se encuentra con la rebeldía frente a la autoridad, reflejando su fascinación por los outsiders y los antihéroes que luchan contra un sistema opresivo, muy en la línea de sus personajes anteriores. Aquí, la violencia no es física, sino más bien una lucha de ingenio y solidaridad, mostrando cómo la amistad y la lealtad pueden ser tan potentes como las balas en un tiroteo. Por otro lado, Clave Omega nos sumerge en un thriller de espionaje donde el juego de máscaras y la ambigüedad moral son palpables. Peckinpah, siempre interesado en la dualidad del hombre, nos presenta un mundo donde los héroes pueden ser villanos y viceversa, con el trasfondo de la traición y la redención en un contexto de Guerra Fría.

Estas películas, aunque marcadas por la decadencia final física y personal del director, que siempre había estado en un estado de decadencia por las adicciones más tóxicas, mantienen esa crudeza y honestidad que definen su obra, donde la violencia no es solo acción, sino una metáfora de la lucha interna y externa por encontrar significado en un mundo cada vez más caótico y deshumanizado.

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