Cincuenta años después de su muerte, Azorín sigue siendo uno de los escritores que concitan más atención en el ámbito académico en forma de estudios y trabajos eruditos. En cambio, entre los escritores quizás ya no es tan leído como lo fue hace años. Y es que su prestigio, indiscutible, se basa sobre todo en su talla de ensayista—ahí están Los pueblos, La ruta de don Quijote o Castilla, por citar, solo tres títulos señeros— y de crítico literario. En este último ámbito, sus juicios y sus análisis son de una modernidad y de una agudeza verdaderamente admirables. Basta con hojear Al margen de los clásicos, Clásicos y modernos, Rivas y Larra o Los dos Luises y otros ensayos para comprobar que fue sin duda un excelente crítico. Del mismo modo con sus lecturas y sus recreaciones contribuyó de manera notable a la divulgación de los clásicos españoles.
Su narrativa, sin embargo, no ha merecido la misma estima, aunque sea suficientemente amplia y variada, pues abarca desde novelas autobiográficas —La voluntad, Antonio Azorín y Las confesiones de un pequeño filósofo—, hasta peculiares versiones de mitos literarios —Don Juan; Doña Inés— y de clásicos españoles —Tomás Rueda—, obras experimentales —Félix Vargas, Superrealismo y Pueblo—, metanovelas como El escritor y Capricho, etc. La misma variedad encontraremos en sus relatos breves.
Esta falta de interés obedece, en parte, a una lectura desde una perspectiva demasiado restringida y convencional. Según sus detractores, Azorín adolece de dos carencias fundamentales como narrador: falta de imaginación —de ahí que, con frecuencia tenga que recurrir a argumentos prestados— e incapacidad de hilvanar una historia, pues sabe describir pero no contar. El resultado son unas narraciones anodinas y tediosas, en las que el estilo no es suficiente para sostenerlas. Con todo, este juicio tan severo obvia que se trata del más moderno de los novelistas de su generación, a pesar de que de ella formen parte novelistas tan innovadores como Unamuno o Valle-Inclán (la impronta renovadora de Baroja es más moderada).
En realidad, lo que ocurre es que el escritor alicantino tiene su propia —y muy moderna— teoría narrativa. A él no le interesa contar, en el sentido tradicional. Y, por paradójico que parezca, eso se debe, entre otros motivos, a su idea de que la novela se debe acercar a la vida. Así lo expresó explícitamente en La voluntad:
ante todo no debe de haber fábula… La vida no tiene fábula: es diversa, multiforme, ondulante, contradictoria… todo menos simétrica, geométrica, rígida, como aparece en las novelas". Esto último ha de interpretarse "como aparece en las novelas tradicionales"
Porque la novela ha de ser abierta y flexible. Y fiel a ese principio de separarse de la narración tradicional, construyó toda su obra narrativa, en la que tiene cabida lo lírico, lo intelectual, lo experimental, la metanovela…
Y, en este sentido, su modernidad es innegable: refleja las corrientes más renovadoras de su tiempo, incluida la vanguardia. Pero también, como ya señaló Vargas Llosa (que, en su conjunto, las considera experimentos audaces aunque fallidos), algunas páginas de Azorín se adelantan en varias décadas a corrientes posteriores como el Nouveau Roman. Además, con esa confusión de los límites entre el ensayo y la narración, entre el propio autor y su alter ego ficticio —del que acabaría tomando su nombre—, podría decirse que practicó asimismo la autoficción, esa corriente tan de moda en la narrativa actual y que goza de tanto prestigio en determinados ámbitos literarios. Por todo ello, la conmemoración del cincuentenario de su muerte tal vez sea un buen pretexto para acercarse a sus novelas.