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Elías Cohen

80 aniversario de Batman: la fina línea entre el bien y el mal

Batman nos encanta porque más allá de ese momento fundacional de ver morir a sus padres y de su posterior proceso terapéutico personal a través del miedo, se erige como una lección moral andante ante nuestras miserias.

Batman nos encanta porque más allá de ese momento fundacional de ver morir a sus padres y de su posterior proceso terapéutico personal a través del miedo, se erige como una lección moral andante ante nuestras miserias.
Cordon Press

Cuando cinco años atrás celebramos el 75 aniversario del primer cómic en el que apareció Batman (número 27 de la revista Detective Comics, hoy DC, hace hoy 80 años), dimos un repaso histórico a la aparición, formación y evolución del personaje. Desde la embrionaria idea de Bob Kane hasta la consolidación como héroe oscuro y atormentado en las películas -grandísimas películas- de Christopher Nolan, pasando por el mejor de todos los Batman, el de Frank Miller en The Dark Knight Returns (1986) -aún existe, aunque mínima, la oportunidad de ver esta adaptación al cine protagonizada por Clint Eastwood- dimos cuenta de la fascinación intergeneracional con la que el hombre murciélago ha impregnado la cultura popular.

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Batman no ha dejado de estar de moda, y actualmente, por ejemplo, se convierte en debate mundial quién va a ser el siguiente en encarnar al multimillonario Bruce Wayne. Y es que su traje no está hecho para cualquiera. Convertirse en Batman es convertirse en un hombre roto por el dolor y por la ira, en una persona que ha sabido purgar su miedo y su irreparable tragedia personal en algo altruista, loable y justo. Un hombre destrozado que se ha recompuesto caminando por una fina y desdibujada línea que separa el bien y el mal. Ser Batman no es cualquier cosa, porque supone una fantasía que muchos ven factible: a diferencia de la mayoría de superhéroes, el hombre murciélago no tiene ningún poder sobrenatural, sólo su intelecto, su entereza y sus miles de millones. Ser un multimillonario playboy que lucha contra los malos se nos antoja, pues, mucho más cercano que ser un extraterrestre proveniente de un planeta destruido a miles de años luz que lucha por la verdad y por la justicia, carente de ninguna sombra. Batman, a diferencia de Superman, no es impoluto, ni es puro. Es un héroe complejo, desbordado por sus claroscuros. Mucho más parecido al común de los mortales que a un mesías que vino de las estrellas.

Sin embargo, ser Batman, también, supone reivindicar un acto reaccionario, incluso, antisistema. Un ciudadano que ante la incompetencia y corrupción de las autoridades, decide luchar contra el crimen por su cuenta. No es casualidad, en este sentido, que Gotham City esté basada en la Chicago corrupta, la "Windy City" en la que Al Capone tenía comprados a políticos, policías y periodistas.

Cuando las fuerzas públicas y los procesos judiciales y legales -los grandes protectores de los débiles ante los poderosos- están secuestrados por poderes mafiosos y ocultos. ¿Qué podemos hacer? Este debate, al que Batman se enfrenta con su cuerpo, con sus recursos y con todos sus maravillosos y avanzadísimos artilugios, lo tenemos presente, día a día, en la posmodernidad. Fuerzas y movimientos políticos populistas que han conseguido saltar los muros de la democracia y operar en su seno, aducen lo mismo que el hombre murciélago: las élites están corruptas y por eso debemos cambiar el sistema y saltarnos muchas de las reglas establecidas.

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La cuestión sobre si Batman es un modelo de héroe al que tenemos que loar o despreciar desde los países garantistas no ha sido aún resuelta. En la película The Dark Knight (2008), el fiscal Harvey Dent y el propio Bruce Wayne debaten sobre los límites que debe o no cruzar un ciudadano ante la injusticia. Dent, posteriormente descendido a los infiernos, articula la clave de bóveda para descifrar la moralidad de la actuación de Batman: "O mueres siendo un héroe o vives lo suficiente para volverte en un villano." Un héroe que opera al margen de la ley no tiene los checks and balances bajo los que sí están sometidas las fuerzas del orden, al principio, está haciendo un servicio altruista a la sociedad y a sus semejantes pero, ¿dónde están sus límites? ¿Puede herir, matar o apresar a criminales que no han sido declarados culpables por un tribunal? ¿Tiene permitido allanar propiedades sin una orden judicial previa? Todas estas preguntas se resumen en una sola, lanzada por Alan Moore en el clásico y revisionista Watchmen (locos estamos por ver la serie que va a lanzar HBO) "¿Quién vigila al vigilante?"

A este respecto, el mundo académico ya se ha pronunciado. El Doctor en Filosofía por la Universidad de Alberta, Matt Rea, escribió en 2016 que el Batman de Frank Miller en The Dark Knight Returns es fascista y que no debe ser un modelo a emular. Es cierto, a lo largo de esas tenebrosas e imperecederas viñetas de Miller, un Bruce Wayne ya entrado en la cincuentena se apodera de Gotham City, y se erige como la norma fundante de Hans Kelsen al grito de "yo soy la ley ahora". Lo que Rea obvia, no obstante, es que lo hace en un momento en el que se ha roto la cadena de mando y el Estado ha desaparecido.

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Además, calificar a Batman como un sujeto fascistoide fuera de la ley es también desconocer la cultura política norteamericana. El rationale norteamericano sitúa al fascista como aquel o aquellos que te prohíben y controlan qué comer, cómo vivir o en qué gastarte tu dinero; como aquel o aquellos que quieren saber qué haces dentro y fuera de tu casa, a dónde viajas y cuáles son tus gustos. En cambio, el héroe que sacrifica su vida y su hacienda por ayudar a los demás, no es fascista, es un modelo a seguir. Por eso los superhéroes y su concepto de justicia han tenido un éxito tan mastodóntico en EE UU, porque un chaval disfrazado que sale a la calle a evitar que una anciana sea atracada en un callejón nunca puede ser algo malo en el subconsciente colectivo.

En cualquier caso, Batman seguirá siendo uno de los iconos de la cultura occidental porque en un mundo despersonalizado y líquido, creemos que, si estuviéramos en el lugar de Bruce Wayne, no nos dedicaríamos a perseguir carteristas y mafiosos, si no a disfrutar de nuestra riqueza y a enriquecernos más. Y Batman nos encanta porque, más allá de ese momento fundacional de ver morir a sus padres y de su posterior proceso terapéutico personal a través del miedo, se erige como una lección moral andante ante nuestras miserias y ante nuestro egoísmo más hobessiano.

Como sentenció Sheldon Cooper (Big Bang Theory): "ayudar a los demás me acerca más a ser Batman".

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