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Pedro de Tena

Democracia y veracidad: la insuficiencia de Ortega

La inconcreción constitucional y su falta de desarrollo ha hecho que la mentira se haya extendido sobre esta nación de manera formidable.

La inconcreción constitucional y su falta de desarrollo ha hecho que la mentira se haya extendido sobre esta nación de manera formidable.
Ortega y Gasset leyendo el inicio de la guerra. | Residencia de Estudiantes

La Constitución de 1978 es la única ley máxima de nuestra historia que hace referencia a un valor de tan sustancial relevancia para la democracia en sí misma como la veracidad. La menciona adjetivada en el artículo 20, dentro del capítulo segundo, Derechos y Libertades, que se suponen fundantes de todo el articulado constitucional.

La alusión a la veracidad aparece en su apartado c y dice así:

1. Se reconocen y protegen los derechos:
…/…

d) A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión. La ley regulará el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas libertades.

Y se añade que "El ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa".

Aunque no es una llamada a una moralidad política tan ingenua como aquella de la Constitución de 1812 que consideraba que "el amor de la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles y, asimismo, el ser justos y benéficos", no cabe duda que invita a la consideración de nuevos modos de comportamiento político lejanos a los tiránicos y absolutistas descritos por los historiadores clásicos y, desde luego, por Nicolás Maquiavelo.

Tómese nota de que se trata de un derecho de cada uno de los ciudadanos, no de un deber, y de que nada se dice de obligación alguna de veracidad para cualquier medio de difusión, se supone que los partidos y el gobierno y sus instituciones entre ellos. La inconcreción constitucional y su falta de desarrollo ha hecho que la mentira y la intención de engañar —partes indudables del instinto político (por humano) de conservación—, se hayan extendido sobre la piel de toro de esta nación de manera formidable y, por ahora, imparable.

Vivimos en una democracia "pinochista"" donde el ciudadano de a pie no es el sujeto y la meta principal de la veracidad sino el objeto y el fin de todas las patrañas. Es añgo universal, no propiamente español. Recuérdese cómo Jean François Revel destacó a la mentira como la primera de las fuerzas que dirigen el mundo. El problema es que la relación entre la veracidad y la democracia es esencial.

Parece increíble que en España se castigue tan dura y minuciosamente la publicidad engañosa pero que no se considere como tal la propaganda embustera de los partidos, sindicatos y asociaciones que difunden continuamente mensajes inveraces. Pero dejemos el debate sobre tales medios de difusión, todos tales medios, los de comunicación incluidos, aunque hasta la comunista Manuela Carmena (I) (¿) haya reconocido que todos ellos exhiben comportamientos tramposos impunes y sus mentiras siguen sin ser castigadas legalmente.

Desde hace algún tiempo, he dialogado con Agapito Mestre acerca de la necesidad de un retrato del comportamiento político y moral que se corresponde con las democracias reales, esto es, las liberales. Desgraciadamente, en tales regímenes de convivencia tales comportamientos de hecho siguen inspirados en los modos y maneras del príncipe maquiavélico —simular, manipular, sobornar, adular, mentir, robar e incluso matar para conservar el poder en el Estado y el Estado mismo—, antes que en conductas guiadas por los principios y valores democráticos. Precisamente, esta es una de las razones de su actual y creciente descrédito.

En el caso que nos ocupa, muy pocos hay que nieguen la necesidad de la veracidad en la conducta democrática, tanto de los gobernantes como de los gobernados. Incluso Foucault consideró preciso el "discurso verdadero" o veraz como elemento de prestigio de los candidatos ante sus electores y el criterio básico de éstos a la hora de preferirlos.

Para mí resulta evidente en sí mismo que si los ciudadanos españoles no podemos distinguir la verdad de la mentira en los datos y discursos que procedan del Estado, del gobierno, de sus instituciones, de sus partidos y sus asociaciones u otros focos de emisión de informaciones, mal podremos ejercer un derecho al voto libre porque esa libertad formal estará condicionada por la ignorancia de la realidad. Lo mismo ocurre con los procedimientos judiciales, fiscales, sanitarios, económicos y laborales, etc.

¿Cómo determinar cuáles son nuestros intereses prácticos y nuestras preferencias programáticas si no se exige a los medios de difusión de información la veracidad necesaria para que nuestra decisión final se ajuste a realidades y no a manipulaciones? El caso Gabilondo en la pasada batalla electoral de Madrid se ha convertido en un ejemplo crucial.

Si su afirmación de que en Madrid se había muerto un 59 por ciento más que en el resto de España desde que comenzó la pandemia es cierta, el voto puede ser diferente a si tal afirmación es falsa. Y las consecuencias deberían serlo asimismo, pero en caso de ser falsa, ¿debe Gabilondo ser apartado de la vida política por haber quebrantado el derecho a una información veraz?

La veracidad es el nutriente esencial de la libertad personal y una condición de la convivencia estable. Tanto el error como la mentira desactivan de hecho el voto libre y el libre comportamiento de los ciudadanos que, si no conocen cuál es efectivamente la realidad de lo que hay y sus circunstancias, no pueden decidir con fundamento lo que les conviene. Esto es, la mentira acaba con la libertad y sin embargo, es la reina de nuestras democracias.

Ortega y la veracidad

El gran maestro Ortega y Gasset tiene un texto estremecedor sobre la veracidad, los hombres veraces y la política en Verdad y perspectiva (II). Es extenso pero intenso:

De todas las enseñanzas que la vida me ha proporcionado, la más acerba, más inquietante, más irritante para mí ha sido convencerme de que la especie menos frecuente sobre la Tierra es la de los hombres veraces. Yo he buscado en torno, con mirada suplicante de náufrago, los hombres a quienes importase la verdad, la pura verdad, lo que las cosas son por sí mismas, y apenas he hallado alguno. Los he buscado cerca y lejos, entre los artistas y entre los labradores, entre los ingenuos y los «sabios». Como Ibn-Batuta, he tomado el palo del peregrino y hecho vía por el mundo en busca, como él, de los santos de la Tierra, de los hombres de alma especular y serena que reciben la pura reflexión del ser de las cosas. ¡Y he hallado tan pocos, tan pocos, que me ahogo! Sí: congoja de ahogo siento, porque un alma necesita respirar almas afines, y quien ama sobre todo la verdad necesita respirar aire de almas veraces. No he hallado en derredor sino políticos, gentes a quienes no interesa ver el mundo como él es, dispuestas sólo a usar de las cosas como les conviene.

El texto iba precedido por este otro:

Situada en su rango de actividad espiritual secundaria, la política o pensamiento de lo útil es una saludable fuerza de la que no podemos prescindir… Mas cuando la política se entroniza en la conciencia y preside toda nuestra vida mental, se convierte en un morbo gravísimo. La razón es clara. Mientras tomemos lo útil como útil, nada hay que objetar. Pero si esta preocupación por lo útil llega a constituir el hábito central de nuestra personalidad, cuando se trate de buscar lo verdadero tenderemos a confundirlo con lo útil. Y esto, hacer de la utilidad la verdad, es la definición de la mentira. El imperio de la política es, pues, el imperio de la mentira

La necesidad y la urgencia de personas veraces son imprescindibles en cualquier sociedad sea cual sea su forma de gobierno si se quiere gobernar con realismo y atención a los hechos ciertos. Pero Ortega percibe que, ya que los políticos tenderán a mentir porque tal es su condición e incluso su oficio, en las democracias es precisa una organización de personas veraces cuyo comportamiento consista en la búsqueda de la verdad y en la fidelidad a ella.

No hace mucho existía en París una «Unión pour la verité». Esta sociedad publicaba unos cuadernos donde los hombres de ciencia y de letras discutían entre sí, de espaldas al público, sin tolerarse vanos aspavientos, felonías ni otras ruindades inspiradas por el afán de quedar encima. Un rigoroso imperativo de veracidad presidía a la polémica. Yo pienso fundar en Madrid una sociedad parecida que se llamará «Diálogo». Sus miembros se reunirán un día a la semana para discutir sobre algún asunto. La controversia se recogerá taquigráficamente y se publicará a fin de que puedan participar en este canje espiritual personas lejanas. Una insolencia, una pedantería, una deslealtad serán automáticamente castigadas con la exclusión. (III).

Pero la veracidad para Ortega no es sinceridad sin más. Uno puede ser absolutamente sincero estando en el error. Es más, pone en boca de su heterónimo íntimo, el místico español Rubín de Cendoya, que, en realidad, el hombre sincero es como un orangután y la sinceridad un hábito animal negativo:

Es frecuente escuchar que si irrumpieran en el Parlamento unos cuantos hombres sinceros, todo se arreglaría. Yo lo niego; yo no he creído nunca en la fecundidad política de esa virtud —la sinceridad—, que es, al cabo, la menos costosa de las virtudes; decir lo que se siente no es a menudo sino una prueba de escasa imaginación. (IV).

La sinceridad no es sinónimo de veracidad. "Hay, claro está, que decir la verdad… ¡Divina Veracidad, virtud activa, que nos mueves, no tanto a decir verdad como a buscarla antes de decirla!".

Para usar una fórmula que él no propuso, la veracidad es la sinceridad más la prueba del nueve del rigor técnico. El hombre sincero cuenta lo que en realidad sienten sus nervios, lo que cree que es verdad. No miente, pero puede no saber la verdad. La veracidad, pues, exige el respeto a los datos confirmados por la ciencia y la tecnología. Por ello, aunque la veracidad contenga como elemento imprescindible la voluntad de decir la verdad y servirla, es necesario que, además, esa verdad sea garantizada por las pruebas disponibles.

No se hace ilusiones Ortega respecto a la cantidad de hombres veraces que puede haber en general. De hecho, reconoce que cuando la pasión anega a las muchedumbres, el pensador debe callar para no mentir aunque es lícito que comerciantes, industriales, labradores y no digamos nada del político, porque mentir es su oficio, mientan para defenderse. Sólo espera intenciones de veracidad en científicos, pensadores o artistas.

Nuestro gran maestro detecta el origen de este mal, la falta de veracidad, en el romanticismo y el idealismo que impregnaron a las filosofías del siglo XIX y en su versión invertida, el marxismo, un idealismo hegeliano al revés. Por eso dejó escrito que era preciso "abandonar no solo la provincia del idealismo romántico, sino todo el continente idealista. ¡Qué extraña es la condición humana! Abandonar el idealismo es, sin disputa, lo más grave, lo más radical que el europeo puede hoy hacer. Todo lo demás es anécdota al lado de eso. Con él se abandona no solo un espacio, sino todo un tiempo: la ‘Edad Moderna’".

Los filósofos idealistas y sus secuelas son brillantes, geniales incluso, constructores de sistemas coherentes aunque infundados. Tienen el defecto fundamental de la falta de veracidad. "Nunca se ha visto actuar tan clara y densamente en filosofía la falta de veracidad" como en este idealismo. "Junto al mayor genio filosófico se da, en estos hombres, sin intermisión, el prestidigitador. Hegel es, a un tiempo, Aristóteles y Houdin." Desde Leibniz se supo que el mero racionalismo terminaba por mostrar "su carácter utópico, irrealizable, pretencioso y simplista".

En el caso del comunismo, además de participar en lo que le corresponde del idealismo cabeza abajo de sus "apóstoles, tozudos, sordos y sin veracidad", es que "el europeo no ve en la organización comunista un aumento de felicidad humana". Por ello, no ha triunfado. El bolchevismo como sistema sólo se impuso donde no había burgueses realistas y resistentes a su dictadura.

La democracia no es pues, ni debe ser, consecuencia de una filosofía idealista, sino que es para Ortega, quiero creer, el fruto y la enseñanza de una terrible experiencia vital e histórica, la intolerancia religiosa, sus guerras derivadas y la ausencia absoluta de justo equilibrio entre libertades y oportunidades para los ciudadanos oprimidos en cualquier tiranía.

La democracia no es un sistema ideal y utópico que se impone a la fuerza sino el método experimentado de convivencia según el cual la veracidad probada de los hechos se impone a la arbitrariedad original de las creencias y principios sin base real alguna. Lo vio bien claro en los primeros pasos de la II República española. Y exclamó: ¡No es ésto!

La insuficiencia de Ortega

Pero para que este nuevo régimen democrático de convivencia sea duradero, se necesita la veracidad, la voluntad de verdad, de realidad, como actitud que hace poner los pies en el suelo y desecha toda ensoñación. Esto es, no sólo se necesita un marco jurídico, un texto constitucional. Se precisa además que se defienda un modelo de conducta de gobernantes y gobernados que se corresponda con el realismo de la experiencia política contrastada.

Lamentablemente, Ortega, que no quiere recurrir a Maquiavelo en ningún momento ni asumir como definitiva su descripción de la conducta de sus príncipes tiránicos, se esfuerza en describir otro prototipo ideal de político sobre la figura del revolucionario, y en cierto modo liberal, Honoré Gabriel Riquetti, Conde de Mirabeau, "el más inmoral de los grandes hombres", autor de uno de los proyectos de Declaración de Derechos del Hombre. Parecería así que los gobernantes demócratas podrían tener un nuevo código para estar y ser en política sin referencia al florentino.

Nuestro gran maestro, que en todo momento pretende ajustarse a la realidad de la historia y de los hechos antes que crear un ideal de político, expone en su Mirabeau o el político un muy sugerente cuadro de modos y maneras de quien consideraba el primer gran político liberal que fundamentaba la democracia en la nación francesa. Sin embargo, su análisis le conduce a reproducir de algún modo, más afinado y elegante, eso sí, el tipo básico de político amoral retratado por Maquiavelo sin consideración destacada de la veracidad.

Ortega dice expresamente que nunca adoptó ni la novela, ni la metafísica, ni los crímenes inútiles de la Revolución Francesa. Por ello, creía que un político nunca es un revolucionario porque "toda revolución, inexorablemente, provoca una contrarrevolución", En realidad, un político de altura es alguien que con sus reformas se anticipa a la revolución y la evita.

Pero al describir a Mirabeau, Ortega no considera a la veracidad más que como una virtud de las almas pequeñas. Cuando distingue entre los hombres políticos magnánimos y hombres pusilánimes, nuestro filósofo dice que son los mediocres los que no mienten, no estafan, no estupran. La honradez, la veracidad y la "templanza sexual" son virtudes, pero son las virtudes de la pusilanimidad, de la moral canija de los mediocres.

Es cuando nos invade la perplejidad. Si eso es así, ¿para qué la veracidad más que como deporte de un club de filósofos gentlemen en medio de una selva de mentiras y falsedades que manipulan la conciencia de los ciudadanos que, con su voto, bien ignorante o bien manejado, creen estar decidiendo el futuro de su nación y de su civilización? ¿Sería así la democracia algo más que una farsa inicua?

El realismo vital de Ortega le conduce a admitir, con Mirabeau al fondo, que en realidad las mentiras, los engaños, los embustes, las manipulaciones y las estafas intelectuales - y tal vez la injusticia y el crimen -, son consustanciales a la política y a los políticos, sea cual sea el régimen en el que actúen, el liberal o el totalitario. Podremos quejarnos de ello, blasfemar de la condición humana y la inclinación cainita, pero nada puede hacerse eficazmente por una mejora.

Concluyendo, tenemos de una parte la necesidad evidente de la veracidad para que una democracia sea digna y real por respetar la dignidad y la libertad de sus usuarios facilitando el voto informado y crítico de sus ciudadanos. Por el otro, tenemos que admitir con realismo que el "político" procurará por todos los medios impedir la libertad intelectual y moral de los ciudadanos torturando datos, secuestrando hechos, pisoteando derechos, eliminando a los rebeldes y demás recetas para conservar el poder sin reparar en los medios.

¿Qué hacer? Podemos ensayar el proyecto, insuficiente, de nuestro filósofo dando paso a una liga minoritaria de hombres y mujeres veraces capaces de buscar y reconocer con templanza, autoridad y serenidad la verdad posible de las cosas que ocurren. Santos debe haber. Pero también podemos introducir cambios en los códigos penales de modo que mentir a los ciudadanos sea severamente castigado. La veracidad no es una virtud canija o mediocre, es un derecho fundamental de los ciudadanos libres de una democracia. O veracidad o tiranía.

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