Precaución: spoilers.
No os gusta lo que hizo Daenerys porque la serie os ha puesto delante de vuestras narices que lleváis ocho años aplaudiendo a una niñata populista, psicópata y loca. Avisos no nos faltaron: tal y como Twitter nos ha recordado, no es la primera vez que esta señorita liquida una ciudad por lo que considera un bien mayor, concepto misteriosamente lindante con el suyo propio. Poco importa su iconografía mesiánica, todos sabemos (incluso los que no hemos leído los libros de George R.R. Martin) que el asunto profético no está precisamente a su favor ya desde la genealogía ideada por el juguetón escritor.
El quinto episodio de la temporada final de Juego de Tronos, efectivamente, narró una larga batalla sin mayor desarrollo psicológico, quizá el defecto que servidor le atribuye a las últimas temporadas de la serie. Lo mejor está ya contado, cuando descubríamos de manera cruda y sin cortapisas la doble cara de casi todos sus personajes en oscuras conspiraciones palaciegas. Las transiciones están hechas, las cartas están sobre la mesa y surge el lado oscuro de Daenerys, erigida ya en la falsa heroína de la función. Solo queda el broche de oro que ha llegado en forma de (a falta de un último y largo episodio) monumental blockbuster de acción.
Pero uno capaz de subvertir expectativas de manera diabólica, incluso en sus ya muy comentados momentos de flaqueza artística. Me imagino cómo estarán los representantes de partidos políticos que trataron de sumarse un tanto, el de la cultura popular, regalando temporadas de la serie al ocupante de un trono real o políticas de distinto signo disfrazadas de Dany, una vez el dragón se ha dado la vuelta y les ha mirado. Quizá todos ellos tienen asuntos mayores que resolver que establecer chistosas analogías entre la realidad y una excelente serie de televisión. Porque Juego de Tronos demostró esta semana que sí, que esta serie vale a pesar de sus defectos, muchos de ellos el precio que acarrea el haberse convertido en un fenómeno popular en tiempos de la inmediatez de las redes sociales, reducto donde todo el mundo tiene derecho a expresar su opinión porque la tiene, y punto.
Personalmente, y tras el capítulo "The Bells", queda refrendado todo eso. La serie hizo aquí un cambalache con el aparente punto de vista, o mejor dicho, con las expectativas del espectador, pero lo hizo con transparencia. Ha habido una serie de abruptas jugadas narrativas en la serie relativas a Dany, pero la de ella a bordo de su dragón no fue una de ellas: los Targaryen suelen ser carne de manicomio. Pero hay más: la heroína empoderada en tiempos de feminismo y populismo demostró que, a falta de loca, es ante todo una persona débil. La imagen de una rubia trayendo el Armagedón a una ciudad tiene su atractivo, y la seductora y tremenda estampa prevalecerá por encima de perentorios discursos sobre voluntad y destino. Pero la interpretación plagada de mohínes de Emilia Clarke no ha ayudado a encarnar a un personaje que debería ser majestuoso. Por si hubiera alguna duda: vivan las mujeres fuertes y menos fuertes también, y Juego de Tronos es abundante en todas. La suya se trata, en realidad, de una subversión aplicable a todos los personajes de la serie: el enano borracho convertido en sujeto responsable, el héroe prudente (Jon Snow) ayer reducido a un bobalicón pasivo, el prepotente matarreyes protagonista del gran romance del mosaico... y la aparente villana Cersei rompiéndose en pedazos ante la llegada de su único y verdadero amor. Y así podríamos seguir.
Por lo demás, el director Miguel Sapochnik, a quien suelen encargar casi todos los episodios con una fuerte carga de efectos visuales, cumplió muy bien su cometido potenciando el suspense (por unos minutos no supimos quién llegaría antes hasta Cersei) y, después, el espectáculo apocalíptico con una estética realista muy influenciada por Cuarón o Spielberg. Perjudicado, eso sí, con cómo se ha plasmado la evolución de sus personajes, por la escasa altura de algunos de los nexos generados entre ellos en las últimas temporadas. Creo que ahí estamos de acuerdo muchos, pero al final y para mis adentros, encuentro imposible no sucumbir a este monumental espectáculo que amplía los límites de la televisión.