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'Homeland' o el síndrome del ligue de verano

Toda la temporada de Homeland rumiando un artículo sibilino sobre el declive de la serie, para que el último capítulo resulte una cosa casi decente. Además de una ironía, es el resumen perfecto de lo que le ha pasado a la que otrora encumbrara(mos) como serie del año: el síndrome del ligue de verano. De esta línea en adelante, espoilers a cascoporro.

Cuesta acordarse, pero la primera temporada fue maravillosa. Homeland se nos presentó en 2011 sin caretas ni más equipaje que el de una serie de espionaje con toques de drama psicológico. Con el enigma de la verdadera sindicación del agente Brody como eje central, nos brindó un arco argumental llenito a rebosar de aspectos que beberse de un trago. La lealtad, el patriotismo, el poder de la traición, la redención, el delirio antiterrorista, los tejemanejes de la política… Dosis acertadas en un engranaje bien engrasado que hacía funcionar (y muy bien) la máquina.

Había carencias, pero poco importaban. Homeland era ese joven sonriente de las noches calurosas que nos ponía el corazón en un puño aunque ceceara o no fuera un gran lector. Aceptábamos el pacto que nos proponía: te manipularé si te dejas. Y nos dejamos. Porque al fin y al cabo las series de intriga y espionaje -como las relaciones de verano- se asientan sobre un pacto tácito de verosimilitud. Una gigante venda en los ojos en pos de un disfrute que se entiende mayor.

Homeland se tomaba licencias narrativas, cabriolas argumentales imposibles y caminaba por el alambre de la credibilidad en la mayoría de sus escenas. Y bien hecho estaba. No hablábamos de amor ni de realismo, sino de disfrutar. Sabíamos que el verano se acabaría y que, irremediablemente, acabaría haciéndonos trampas. Pero por qué no te vas a quedar una noche más, con lo agusto que estamos.

Habían cerrado ya la piscina y empezaba a hacer falta una chaqueta cuando despuntó la segunda temporada. El embriago de agosto aún perduraba y seguimos adelante sin cuestionarnos mucho más. Los primeros días funcionó: se había resuelto el misterio de la traición de Brody, pero parecía que los guionistas abrían un segundo melón que podría dar continuidad a la trama. Nos tentaba la jugosa idea de que quizás esto podría ir a más.

Uno nunca se da cuenta en el punto exacto en el que las reglas del juego empiezan a cambiar. De improviso reina la incomodidad,  hay algo molesto en el ambiente. El terrorista más buscado de EEUU entra en el país como Pedro por su casa y quinientos cuerpos de seguridad no son capaces de encontrarle en una ratonera, pero Carrie sí. Un bombazo en una sastrería de Pittsburgh pasa inadvertido, la agente bipolar se salva de un suicidio y un secuestro sin que le deje de temblar el labio inferior. Brody mata al vicepresidente de EEUU con un marcapasos activado a kilómetros y todo concluye con un atentado cuyo resultado (y desarrollo) no está ni en los sueños húmedos del terrorista más eficaz de Al Shabab. Nos damos cuenta de que todo vale en Homeland cuando la pucheritos y el pelirrojo (milagrosamente vivos no se sabe muy bien cómo) salen dando saltitos de Langley hacia su perfecto plan de huída.

Te has pasado de rosca con tanta cena a la luz de las velas y tantas flores. Tolerábamos las trampas y las licencias al principio, porque todo era trepidante y a quién le hace daño una mentira si al final llego al clímax. Pero es que ahora, en las postrimerías de la segunda temporada, has roto lo único que no había que tocar: el pacto de verosimilitud. A fuerza de tanto estirar lo que era rígido, de subir más el volumen de la canción que tanto me gusta, hasta lo natural tiene un regusto exagerado.

Pero eh, ya que hemos llegado hasta aquí, démosle una oportunidad a esto. Ya conoces a mi familia y no quiero darles el disgusto. Vamos a asomarnos a la tercera temporada a ver si estos meses de ausencia te han sentado bien, haciéndote reflexionar sobre los excesos y trabando un guión que reconduzca los derrapes finales de la segunda. A peor no puede ir, ¿verdad?.

Pues sí. Comienzas colándome la historia de tu familia, con esa adolescente insoportable y esa madre desnortada que no hay prozac en el mundo que arregle semejante frenopático. Buscamos aire para respirar y solo hay una Carrie cada vez más sobreactuada que no sabe llenar el hueco de un Brody al que se tiran demasiados capítulos para convertir en yonkie. Y yo ya estoy exhausta y agotada cuando desvelas que todo era un plan de Carrie y Saul perfectamente articulado para introducirse en la cúpula iraní. Por supuesto, todo sale a pedir de boca y tampoco el baño de sangre de la familia de Javadi tiene más consecuencias. A mí a estas alturas ya me entra la risa hasta que me percato que no pensáis aprovechar más a Quinn, de lo poco que quedaba con miga en este erial del despropósito.

Y en los cuatro últimos capítulos a Homeland le entra la prisa. Nota que estamos raros, que nos han cansado las cuquimonas de Dana y las jeringuillas venezolanas y quiere reconquistarnos volviendo a ser lo que era. Vayámonos de viaje tú y yo solos, empecemos de cero. Y a ver a quién le ha funcionado eso alguna vez. La serie mete quinta y en solo noventa minutos rescata a Brody, le devuelve a EEUU, se desespera por su adicción, le desintoxica en un plis-plas, le entrena, le convence y le manda a la frontera a perpetrar el plan del siglo, del que depende el futuro de toda la política mundial. Y cuando está en mitad de la sala de operaciones con los jerifaltes de Defensa, es Carrie la que tiene que explicarles a ellos, curtidos en mil batallas y al frente del Ejército más poderoso del mundo, que aquello no va bien. In other words, we have to abort, les traduce, que los pobrecitos no lo habían entendido. Sí, sí, he pillado el doble sentido, pero es que me desgañita ver a la agente bipolar siendo la lideresa de semejante locurón.

Al final el plan sale bien, claro que sí. Pero es que a mí ya me da igual porque llevo tiempo pensando en abandonarte. Y tú lo intuyes, por supuesto. A qué va a venir si no que apeles al espíritu inicial de todo esto y ensambles unos capítulos finales que no están del todo mal. Has recuperado el ritmo, la tensión, pero esto no va a ninguna parte. Así que acabémoslo con dignidad, matemos a Brody sin mucho dramatismo y demos carpetazo a esta relación que nunca tenía que haber pasado de affaire.

Porque ese, definitivamente, ha sido el problema de Homeland. Dejarse acunar por el éxito y estirar hasta el absurdo una historia que daba para una temporada con remate en lo alto. Ya lo han dicho muchos antes que yo, y mejor. Así que no abundemos más en este absurdo y reconozcamos nuestras culpas: “Yo espero mucho de Homeland. Y eso generalmente no es bueno, porque es más que probable que acabe decepcionándome”, dije hace dos años. Ah, las expectativas, qué malas compañeras.

Adiós Homeland, hasta más ver chico ceceante. Me trae sin cuidado lo que te pase a partir de aquí, ya nos hemos aburrido mutuamente lo suficiente. Te deseo mucha suerte con esa caricatura con bombo que ahora llevará todo el peso de la cuarta temporada sobre sus hombros, porque no lo va a tener fácil. Escríbeme si Quinn despunta definitivamente, o si llegan los extraterrestres para evitar la cuarta guerra mundial que se avecina. Porque es lo único que falta. Pero no te castigues: fuiste un gran ligue de verano. El error fue tratar de hacer de esto algo más cuando llegó el invierno.

Y no hagas más pucheros, por Dios.

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