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"Soy un muerto en vida"

El calvario de Manolo de Vega

Con las dos piernas amputadas, pide que lo contraten, en tanto le organizan un festival para paliar su ruina económica.

Con las dos piernas amputadas, pide que lo contraten, en tanto le organizan un festival para paliar su ruina económica.
Manolo de Vega

Seis años lleva Manolo de Vega viviendo en el infierno. Desde que le amputaron sus dos piernas. Y aún gasta bromas y dice que fue “tras rodar Tiburón 1 y luego Tiburón 2”. Le diagnosticaron una diabetes. Según él, tardía y luego equivocadamente tratada. Ha de acudir cuatro días a sesiones de diálisis, a razón de “cinco horas de agujas”, que él soporta estoicamente. Su mano derecha carece de movimiento.

Si no fuera por su última mujer, Juani, tal vez no lo contaría, comenta. Es su ángel de la guardia. La familia de ella, los hijos de una anterior relación de ésta, corren con muchos de los gastos de la pareja, que reside en Requena (Valencia). Han tenido que recurrir en este último sexenio a la caridad de los colegas del humorista. No todos le han respondido. Pero ahora, una Sociedad presidida por Tony Antonio, caricato amigo, prepara un festival (aún sin fecha ni lugar concretado), donde Josema y Millán, han prometido volver a reunirse, como en sus mejores tiempos de Martes y Trece, en el que esperan obtener algunos beneficios económicos que, de momento, despejen el negro porvenir de Manolo, sumido en la ruina económica.

 

Su exigua pensión, con la que además ha de hacer frente a un crédito bancario de hace tiempo, apenas si le permite disponer de setecientos euros mensuales, con los que ha de hacer frente a los gastos del hogar. Con ese negro panorama discurren los días para quien desea volver a los escenarios, a contar chistes como antes, pues como él dice: "Si yo no soy un bailarín! Para lo mío, no importa que salga en silla de ruedas.Lo cual no convenció a la alcaldesa de un pueblecito valenciano que, en principio, iba a contratarlo y después se desdijo: "Es que no es muy estético verte así, das mala imagen…". Sin llegar a ese cruel comentario, otros empresarios en cuyas salas actuó Manolo de Vega en sus años de gloria no han considerado procedente contar con él.

Lo conocí cuando gozaba de la admiración popular y sostengo que tiene una vida novelesca, propia de un culebrón televisivo. Se llama Manuel Rafael de Vega Alonso y es natural de La Cistérniga, un pueblecito de Valladolid, donde vino al mundo en 1942. Muchos lo creen gitano, quizás en razón de esos relatos que cuenta imitando muy bien a los calés. Pero es payo. Hijo de un ciego de guerra, Celedonio de Vega "El Celes", que vendía cupones por las calles, y del que aprendió a cantar algo de flamenco y a contar chistes. Manolo guiaba los pasos de su progenitor por las calles vallisoletanas: era su lazarillo. Hasta que, con once años, se metió de camarero en un bar. También se ganaba los garbanzos vendiendo relojes de “pega”, como los de las tiendas de chinos. Llegó a ser jefe de cocina de un restaurante de Santander, aprovechando –me refería- su experiencia de cocinero en la “mili”.

Un cliente lo sorprendió canturreando y le proporcionó un contrato de flamenco en la sala de fiestas "Drink Club", regentada por un hermano del ahora fallecido Juan Carlos Calderón. Definitivamente dejó las cacerolas y pucheros, enrolándose en el Teatro Argentino, de pueblo en pueblo. En Córdoba ganó un concurso de cante jondo, anunciándose "Fosforito de Valladolid". Alternó allí con José Menese y Antonio Núñez "El Chocolate". Su paisana, Marienma, lo contrató de “cantaor” para su ballet. Llegó a actuar en la Scala milanesa. Y en la Feria Mundial de Nueva York de 1964.


Su etapa de cuentachistes la inició en un cabaré de Barcelona, en el que se quedaba "en pelotas" al final de su “show”. Viviendo en Madrid, frecuentaba ventas de la carretera, en su faceta de cantaor de coplas aflamencadas. En una de ellas recaló cierta noche la mismísima Ava Gardner, cuando vino a rodar Cincuenta y cinco días en Pekín. Le hizo una seña con un dedo y se lo llevó a su cama. En aquel tiempo, Manolo de Vega, contaba diecinueve años, de tez aceitunada, era alto, delgado, como un gitano soñado por García Lorca. Seductor siempre, tiene una biografía amorosa densa en lances y episodios de un incorregible Casanova. Padre de diez hijos los clasifica así: "Seis naturales… y cuatro, en almíbar". De aquella acelerada vida, recuerda: "Es que yo era un enfermo… mensual".

Reconocía ser un vividor “aunque las mujeres se han aprovechado de mí. Porque yo he reconocido a todos mis hijos y ayudaba a todas sus madres”. Fue, en efecto, muy generoso con los que acudían a él en demanda de caridad. Hoy es el propio Manolo de Vega quien precisa que le echen una mano. "Soy un muerto en vida", sentencia. Y en el recuerdo, su docena de discos en los que cantaba muy dignamente coplas de Manolo Caracol (La Salvaora, Carcelero, Carcelero), y remedaba a Salvatore Adamo por bulerías (Cae la nieve), o a Joan Manuel Serrat en La saeta.

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