En un año trágico en el peor de los casos y desconcertante en el mejor, el Teatro de la Zarzuela ha sufrido no pocos avatares, desde la cancelación de la mitad de su pasada temporada hasta el más reciente hackeo de su cuenta de Instagram. Rodeada por las ahora casi fantasmales calles de Jovellanos y Los Madrazo, llegar a sus puertas un día de función supone encontrar un oasis de luz y actividad que ni restricciones ni medidas de seguridad pueden apagar. Ya no hay cafetería ni entreacto, y el aforo se ha reducido considerablemente. Las funciones se graban y cuelgan en Youtube para solaz de todos los aficionados. Pero algo no cambia: la conmovedora asistencia de ese público fiel, generalmente de la tercera edad, que sigue acudiendo, bien solo, bien acompañados, con su mascarilla, su tarareo y algún que otro ronquido.
Rescatar el montaje de 1990 de La del manojo de rosas —obra de 1934 de Sorozábal, Cuadrado Carreño y Ramos de Castro— es más que una efeméride: es una oportunidad de recordar y revivir un Madrid que, en lugar de desaparecido, preferimos pensar que está ausente. Ese idealizado retrato de la villa en los años 30, con sus sesiones de espiritismo, sus macabros chistes sobre políticos y presagios bélicos, donde los mayores problemas son los del corazón, ofrece una necesaria vía de escape, aunque no del todo: los besos no se dan en la boca, sino en la mejilla, y la totalidad del coro lleva mascarilla.
Así pues, en ese choque entre pasado y presente, ficción y pandemia, asoma un libreto que resultó moderno en su día, con sus referencias a clásicos del género, y hoy mantiene algo de frescura gracias a una dirección escénica, la de Emilio Sagi, que acentúa el carácter de los personajes femeninos frente a los engolados, babeantes y caricaturescos masculinos. Sigue habiendo piropos y miradas impúdicas, pero por una vez son contestadas con rostros desafiantes, bofetadas, envites. En la línea de otras grandes mujeres del género, Ascensión, la trabajadora de la floristería El manojo de rosas, ha recibido una esmerada educación, digna de una clase alta, pero desdeña el interés de un aviador para fijarse en un mecánico, Joaquín, obrero como ella. De forma paralela, Clarita, ejemplo de la mujer liberada de la época y repleta de inquietudes, juega con los sentimientos de otro de los mecánicos, Capó.
En este doble enredo amoroso e ingenua visión de la lucha de clases destaca la que posiblemente sea la partitura más equilibrada y asequible de Pablo Sorozábal, más alegre que Katiuska, más variada que La tabernera del puerto. Aquí el conocido pasodoble "Hace tiempo que vengo al taller" va de la mano con romanzas, un chotis repleto de testosterona, una singular farruca en lengua caló y un fox-trot. Guillermo García Calvo, al frente de la orquesta, la ejecuta con la viveza y energía requeridas, si bien ahoga las voces de los intérpretes en las partes más exigentes para estos, más a nivel de vocalización y respiración que de afinación.
Sin obviar el interés de la pareja titular, Ruth Iniesta y Carlos Álvarez, el reparto alternante ofrece algunas sorpresas. Raquel Lojendio y Gabriel Bermúdez cumplen sobradamente con sus papeles protagonistas, si bien precisarían más naturalidad en sus movimientos en el escenario: ella adquiere constantemente una postura inclinada más propia de un recital, mientras él se muestra en exceso envarado y con una actitud de gravedad que desentona en lo que no es más que un drama romántico. Los mejores momentos de ambos son sus respectivas romanzas, "No corté más que una rosa" y "Madrileña bonita", sobria y de una ternura infinita.
Como contraste se agradece la frescura que otorgan Nuria Pérez y Joselu López como Clarita y Capó: ella luce una voz preciosa aunque en ocasiones cuesta oírla, él resulta perfecto y entrañable en un personaje poco profundo. Sin embargo, la apuesta segura que supone Ángel Ruiz consigue hacerse con la función: su Espasa, el camarero de léxico barroco que ya encumbraron Rafael Castejón y Luis Varela, encandila, divierte y admira por su difícil texto y despierta las mayores ovaciones del público. Un decorado cotidiano e impecable y una coreografía agradable redondean una producción agradable, emocionante y que nos devuelve a un género, a un espacio en el que todos podemos identificarnos, perdernos y reencontrarnos. Regálense este manojo.
Título: La del manojo de rosas
Dirección musical: Emilio Sagi
Dirección escénica: Guillermo García Calvo.
Lugar: Teatro de la Zarzuela (Jovellanos, 4, Madrid).
Fecha: Hasta el 22 de octubre de 2020