Alberto Recarte
Fidel Castro, Che Guevara y Raúl Castro son asesinos en serie, que han descubierto en la política, en el comunismo primero y en el nacionalismo siempre, la justificación para su violencia. Durante 47 años, la inmensa mayoría de la izquierda de todo el mundo, del centro izquierda y buena parte del progresismo católico se han mostrado comprensivos ante la represión del castrismo, por más que hayan protestado, en ocasiones, contra la violencia aplicada en casos concretos, contra disidentes u opositores con lazos con el exterior.
Muchos de ellos justifican la violencia porque creen que el castrismo se ve obligado a practicarla para defender a los más pobres de la opresión de los poderosos del mundo. O porque, a diferencia de otros países, en Cuba se cuidan especialmente la educación y la salud, frente a la incultura y falta de atención sanitaria que creen, o quieren creer, existían antes del triunfo de esta revolución asesina. Otros piensan que simplemente se está haciendo frente a una contrarrevolución incluso más violenta. Muchos los justifican todo porque Fidel Castro combate el imperialismo norteamericano. Y los infectados con la enfermedad marxista, creen, a pies juntillas, que la violencia contra la población cubana, que no adora al dios Fidel, es el precio que hay que pagar por el nacimiento del hombre nuevo.
Los progresistas de los países con Estado de Derecho coinciden casi todos en criticar, por ejemplo, la pena de muerte, cuando sus constituciones lo permiten. Y creen que es distinta la violencia de Castro contra los disidentes que la que ejercieron dictadores como Pinochet o Franco. La primera estaría justificada históricamente. La segunda sería condenable. Por más que los regímenes autoritarios de derechas sean, o hayan sido, infinitamente menos violentos que los de izquierdas y que sus efectos perniciosos en la sociedad fueran limitados, lo que permitió, en los casos de Chile y España, una salida política pacífica hasta llegar a un sistema democrático.
Los que defienden la violencia del castrismo suelen aceptar la de los regímenes fundamentalistas islámicos, en la medida en la que atacan países como Estados Unidos o Israel o, según su imaginación, se defienden de ellos. La mayoría de los progresistas, ya izquierdistas, ya nacionalistas, ya nacionalsocialistas, aceptan el asesinato, la tortura y la persecución de los que se oponen a esos regímenes en sus propios países y comprenden, igualmente, la agresión actual de Hezbolá contra la población israelí, igual que justificaron las guerras africanas de Castro. Y lo hacen porque creen que hay personas especiales, mesiánicas, iluminadas, como Castro, que encarnan el espíritu del hombre nuevo de Rousseau. En términos políticos, y desde hace casi 100 años, los miembros o simpatizantes de los partidos marxistas-leninistas creen o han creído que ellos son la vanguardia de la clase obrera, los herederos de la historia, y que ello les permite interpretarla y acelerarla, utilizando la violencia que el líder crea necesaria en cada caso.
Pocas cosas me escandalizan en la vida, pero lo que sí lo hace es comprobar que en países democráticos siguen existiendo personas que se sienten orgullosas de ser militantes de partidos marxistas, a pesar de ser responsables históricos y concretos de millones de asesinatos.
Fidel Castro es, por conveniencia, comunista, porque siendo comunista le ha resultado más fácil matar indiscriminadamente. Él es el mejor representante de lo que significa la vanguardia de la clase obrera, el mejor ejemplar del hombre nuevo rousseauniano. Un ser en el que la mayoría de los progresistas no ven sino al padre solícito que enseña a los incapaces y desgraciados cubanos lo que deben pensar, decir y hacer. Y con quien la inmensa mayoría de los dirigentes de los países democráticos sueñan hacerse una instantánea fotográfica.
Fidel Castro es un asesino, un amoral, que ha encontrado en el ejercicio de la política la forma de dar salida a sus instintos sádicos. Castro ha buscado y logrado el poder absoluto sobre los cubanos, el poder de dar la muerte cuando lo considere necesario, incluso a quienes le rodean. Durante esos 47 años de poder absoluto ha perseguido y aniquilado a todos los que pensaba que podían hacerle frente en algún momento, en particular miembros de partidos políticos, sindicatos, organizaciones sociales –religiosas o no– y personas con capacidad de liderazgo. Su enemigo ha sido siempre aquel que pudiera actuar con libertad en algún momento determinado o en el futuro, por eso abolió incluso el dinero en los años 60, porque todo aquel que fuera propietario de algo con valor ganaba independencia y libertad. Y por eso terminó con todo tipo de propiedad privada.
Y por eso todas las reformas económicas tienen marcha atrás. Porque para él, todo aquel que consiga ahorrar un peso es un enemigo potencial. No le importa que los exiliados en Miami financien a sus familiares en Cuba. Pero no tolera que los cubanos residentes en la isla ganen ellos ese mismo dinero. La política económica del castrismo ha sido rectilínea: no a la acumulación de ninguna cantidad de dinero por parte de ningún cubano. Y cuando no ha habido mas remedio que hacer reformas porque la población pasaba hambre –una tarea encomendada habitualmente a su hermano Raúl–, esas reformas se rectificaban en cuanto aparecían los créditos extranjeros o las ayudas de tiranos como Chávez.
Y también su política interior ha sido rectilínea: nadie puede oponerse a nada que él haya decidido. En un momento de apertura aparente, a mediados de los 70, cuando el fracaso económico era muy evidente, ese hombre al que desea una pronta recuperación el Gobierno español respondió a una pregunta sobre si existían en Cuba presos políticos. Castro dijo "nosotros no les llamamos presos políticos sino contrarrevolucionarios. Y algunos, cuando cumplan sus condenas, algunos, saldrán [de prisión]".
En su búsqueda del poder absoluto ha recorrido diversas etapas. La primera, en cuanto triunfó su revolución, fue asesinar a todos los que podían oponerse a él en un futuro, medida que acompañó de una serie de asesinatos o condenas de cárcel interminables a personas pertenecientes a grupos sociales determinados, como otros partidos políticos, sindicatos y militares. Quería aterrorizar al resto de la población con inquietudes políticas. Y lo logró. En segundo lugar, encarcelo y torturó –y continua haciéndolo– a todos los que manifestaron alguna discrepancia con sus decisiones. En un tercer momento, comenzó a perseguir a las familias de los presos, a los que privó de trabajo y medios económicos, y a los que sigue agrediendo físicamente con los denominados "actos de repudio", organizados por la policía y secundados por los Comités de Defensa de la Revolución. Y, sobre esa violencia asesina, y sobre esas prácticas de tortura, obligó al exilio a la mayoría de los que pensaba que se le podían oponer en el futuro.
Ese éxodo tenía y tiene un precio económico, que pagan las familias con todo lo que tienen. Y un precio político, pues no existe ningún dirigente político de ninguna democracia que no se ufane de haber conseguido la liberación y salida del país de uno u otro de los presos políticos del régimen. Una transacción con la que disfruta el tirano, pues sabe que tiene 11 millones de posibilidades para reemplazar al que expulsa o permite salir del país. Que los que se van, huidos o expulsados, sean los más capaces y preparados del país, no importa. El objetivo no ha sido nunca el bienestar presente o futuro de la población cubana, sino disponer de una masa humana amoldable a sus deseos y sobre la que poder ejercitar sus inclinaciones sádicas.
Naturalmente, ese tipo de políticas tenía que causar la miseria de la sociedad cubana y el desplome de su economía. Un desplome que ha ocurrido y continuará ocurriendo en un futuro. Pero el castrismo ha aguantado, porque ha controlado férreamente a una población que vive aterrorizada y porque siempre ha conseguido financiación para hacer frente a la inoperancia económica de su país. Financiación que habitualmente se convierte en deuda. Deuda que no se paga a los países acreedores, como la antigua Unión Soviética y España. Y que en muchos casos se condona por motivaciones políticas o intereses económicos de los dirigentes de los países democráticos.
La primera fuente de financiación del castrismo fueron las reservas del Banco Central de Cuba y su capacidad para endeudarse y conseguir créditos. Cuando ese crédito se consumió, apareció la URSS, que financió la represión interna, las guerras africanas, los golpes de estado en Sudamérica, la educación, la sanidad, y la alimentación de los cubanos. Hasta su desaparición como país. Y mientras, a partir de mediados de los 70, y durante 10 años, el castrismo fue financiado por los bancos y las agencias de crédito y seguros oficiales de los países democráticos, que pensaban que el castrismo había emprendido una política definitiva de reformas.
Cuando hizo aparición el hambre a principios de los 90, tras la implosión de la URSS –y recuérdese que Castro apoyó el golpe contra Gorbachov–, el castrismo fue financiado por los cubanos del interior, a los que se les permitió cierta libertad económica, y por los del exterior, pues las transferencias de los exiliados pasaron a ser permitidas oficialmente. Y cuando ni los ingresos del turismo ni las remesas de los inmigrantes fueron suficientes, se malvendieron los pocos activos económicos de la economía cubana, ligados a la minería, el turismo y la exportación de algunos bienes. Y cuando esa fuente se secó, apareció Hugo Chávez, dispuesto a financiar sin límites al régimen de su héroe, momento que aprovechó Castro para volver a prohibir las actividades privadas empresariales de los cubanos, a los que expropió lo que habían conseguido con su libertad y su trabajo. ¿Y después? Eso a Castro no le importa. Él ya no estará aquí.
Por todo ello sería deseable que Castro muriera o quedara permanentemente incapacitado. Incluso cualquier golpe de estado, democrático o no, sería mejor que la actual situación, porque nadie puede ser tan nocivo para los cubanos como Fidel Castro.
Lo que ocurra después es secundario. No le sucederá ningún hijo, como ocurrió en Siria o Corea del Norte, países también comunistas y con un nivel de violencia parecido al de Cuba. Porque para Castro sus hijos han sido un recordatorio permanente de su mortalidad y, por eso, los ha perseguido cual Saturno temeroso. Hay abundantes pruebas de lo que digo. En relación con su familia e hijos, Castro está siempre más cerca del parricidio que del nepotismo o el instinto sucesorio. Castro no apoya el "tirón dinástico de las dictaduras", al que hacía referencia en un famoso artículo en ABC Luis María Ansón hace muchos años, cuando ABC era un periódico con otras señas de identidad.
Raúl, en este sentido, no es su hermano. Es el cómplice de sus torturas y asesinatos. Y es, sin lugar a dudas, mejor que él, porque no tiene las pulsiones sádicas de su hermano. Es solamente un tirano, que sabe que si quiere sobrevivir políticamente y personalmente, tendrá que aceptar algunas reformas del estilo de las que ya propuso él en los años 70 y no muy diferentes de las que comenzó a introducir en China Deng XiaoPing cuando Mao quedó incapacitado. Pero el futuro tampoco le preocupa por su edad y deterioro físico.
A quien si le importa es a la policía y a los militares, que se han repartido los activos de la economía cubana para cuando desaparezca Castro. Ese grupo de policías torturadores y militares corruptos hace tiempo que aprendieron del ejemplo de la desaparecida Unión Soviética y se han preparado para el futuro colaborando con empresas extranjeras en los sectores generadores de divisas, como el turismo y la minería, para ser la clase económica dirigente en una Cuba sin Castro.
El futuro está, pues, lleno de incertidumbres, pero Castro es una realidad destructora que impide proyectar nada hacia el futuro.
Una posición que, lógicamente, no comparte el Gobierno de Rodríguez Zapatero, que mientras proclamaba que quería volver al corazón de Europa se convertía en el miembro europeo del eje populista latinoamericano. El Gobierno de Rodríguez Zapatero ha hecho votos por la recuperación de Fidel Castro. Una postura lógica en quien ha diseñado como ejes de su acción de Gobierno el ataque a la transición política española, la exaltación del bando rojo durante la Guerra Civil, la marginación de los demócratas que no piensan como él y de quien está más a gusto sentado en una mesa política con Txapote y el resto de asesinos de ETA-Batasuna que con los políticos liberales, conservadores o centristas del PP. Porque Fidel Castro y Rodríguez Zapatero comparten mucho más de lo que parece.
La muerte de Castro cerrará un capítulo espantoso de la Historia de la Humanidad. Terrible para los cubanos y descorazonador para los demócratas no progresistas, que hemos comprobado durante estos decenios que para la inmensa mayoría de la izquierda los asesinatos políticos son comprensibles si los enemigos interiores, aunque sean mayoría, pudieran llegar a derrotar políticamente a su líder revolucionario. Porque para esa izquierda y muchos progresistas, la violencia de izquierdas es comprensible y admisible. Porque para esa secta ideologizada, los asesinatos de Castro, de Hezbolá, de Hamás, de los Mártires de Al-Aksa deYaser Arafat, de los seguidores de Sadam Husein, de los de Assad en Siria, de los clérigos iraníes, de los talibanes, son condenables pero comprensibles, porque todo es tolerable frente al imperialismo norteamericano y el capitalismo mundial.
Cuando Castro muera los progresistas del mundo llorarán y los cubanos sentirán una inmensa alegría porque podrán tener alguna esperanza para el futuro. Al igual que ocurrió cuando murió Stalin y Mao, que fueron llorados por la izquierda mundial, pero no por los rusos ni por los chinos, que pudieron comenzar lentamente los primeros, y rápidamente los segundos, una serie de reformas que deberían terminar en el reconocimiento de los derechos individuales inalienables de todos y cada uno de los miembros de esas sociedades, empezando por el primero y más fundamental: el reconocimiento de la libertad personal.