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Roberto Blum

Democracias y elecciones

A lo largo de 212 años, siempre ha habido elecciones cada cuatro años en Estados Unidos. Ningún otro país del mundo puede jactarse de algo semejante. Lo que no era previsible era lo cerrado que serían los resultados en las elecciones del 2000.

Las elecciones presidenciales en los Estados Unidos son elecciones indirectas. Los ciudadanos no votan por el candidato presidencial, sino por un elector que depositará su voto –este sí para elegir al presidente– el tercer lunes de diciembre. Ergo, dirían nuestros analistas democratólatras, nuestra democracia es más perfecta y avanzada que la de nuestros vecinos del norte. Aquí en México desechamos ese sistema de elecciones indirectas por injusto e imperfecto hace casi un siglo. ¡Viva nuestra democracia participativa!

Aquí las cosas han funcionado de manera diferente. Y muy probablemente de peor forma que allá. Nuestra república –democrática, representativa y federal– según la adjetiva la constitución de 1917, no ha funcionado adecuadamente. 1. Nuestros éxitos económicos son prácticamente nulos. La brecha que tenemos con los países ricos se ha ampliado consistentemente en los últimos 179 años. Hoy somos más pobres –relativamente– que hace 200 años. 2. La estabilidad tampoco nos ha caracterizado. Sin contar la guerra de independencia, México ha estado en relativa paz por sólo unos 100 años. Hemos tenido constituciones monárquicas y republicanas, federales y centralistas, congresos bicamerales y unicamerales. ¿Gobiernos democráticos? Sólo podemos hablar del período 1824-28 con Don Guadalupe Victoria, el de Francisco I. Madero entre 1911 y 1913 y quizás los últimos tres años. Los demás han sido dictaduras y dictablandas o bien períodos de revueltas, caos y anarquía. La constitución mexicana de 1917 lleva ya más de 450 enmiendas. ¡Cinco y media cada año en promedio! La de los Estados Unidos sólo ha sido modificada 19 veces en 213 años de vigencia.

Ahora bien, en parte estas grandes diferencias entre México y los Estados Unidos provienen de dos tradiciones filosóficas distintas. Allá los fundadores sabían que sin leyes y sin instituciones los hombres y las mujeres éramos verdaderos lobos de rapiña. Aquí, influidos por un romántico y sobre todo, mal digerido Juan Jacobo Rousseau, nuestros próceres creían en la bondad natural del ser humano. ¡Qué equivocados estaban!

Allá, la constitución y las instituciones construidas a partir de ella, desconfían de los individuos y sobre todo de la volubilidad del “pueblo llano.” Allá, los fundadores no creían en la democracia como el gobierno de la mayoría. Su esquema era totalmente clásico, aristotélico. Un gobierno mixto en donde existiría un principio monárquico (la presidencia), un principio aristocrático (el senado y la corte) y un principio democrático (la cámara de representantes), en un dinámico equilibrio político, pero siempre sujetos a la ley, dentro del marco del estado de derecho. Allá decidieron establecer una democracia representativa y sobre todo deliberativa.

Aquí, nuestro ingenuo optimismo rousseauniano nos hizo creer en la bondad intrínseca de la chusma. Y a eso le queremos todavía llamar “democracia”. Aquí queremos entender por “estado de derecho” la aplicación estricta de la ley del estado -de los poderosos- a los individuos. La ley como la voluntad del legislador sobre el individuo. No la ley como la protección del individuo frente al poder. En este perverso esquema mental, Hammurabi, Tiberio, Stalin y el mismísimo Hitler fueron defensores del estado de derecho. Aplicaban la ley –su voluntad– por igual y sin miramientos. Aquí hemos establecido muchas y muy variadas formas institucionales pero con los incentivos básicos equivocados que las llevan a romper los equilibrios sistémicos y a convertirse en poco tiempo en brutales tiranías o en una franca anarquía.

Así, ahora que observamos los resultados electorales de la más antigua y exitosa democracia moderna, no podemos sino reconocer la sabiduría y la prudencia de aquel grupo de fundadores de la república del Norte. ¿Que hubiera sucedido en México el pasado 2 de julio con nuestro sistema electoral pero con resultados semejantes a los que ahora se viven en los Estados Unidos? Más vale ni imaginarlo. Nuestra frágil democracia todavía esta lejos de alcanzar sus equilibrios. La tarea todavía está por delante. No podemos seguir siendo ingenuamente optimistas o perversamente pesimistas. Sin instituciones e incentivos adecuados no podremos conquistar el futuro.

© AIPE

Roberto Blum es investigador del Centro de Investigación para el Desarrollo AC de Ciudad de México.

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