En vez de la "luna de miel" que tradicionalmente viven los presidentes norteamericanos con el pueblo y el Congreso en los primeros meses de su mandato, George Bush llega a Washington en plena guerra. Su primera batalla es la audiencia de confirmación del secretario de Justicia designado, John Ashcroft.
La guerra contra Bush la encabezan visiblemente los líderes negros, cuyo más estridente representante, Al Sharpton, declaró abiertamente que "es una guerra", aunque no sabe si "guerra fría" o cruenta. Igual que Sharpton, también Jesse Jackson aprovechó la festividad en honor de Martin Luther King, de quien se ha autodenominado sucesor, para dar el tiro de salida en su lucha contra Ashcroft y prometió que, a partir de este martes, comenzarán manifestaciones que no acabarán hasta el sábado cuando intentarán deslucir la investidura de Bush.
Los políticos negros acertaron al hablar de una guerra, pues en torno a Ashcroft hay una "guerra santa" que enfrenta a Bush, y a los conservadores del país y de su partido, con los intereses tradicionales de la izquierda demócrata que insisten en rechazar el "extremismo" de Ashcroft por su fe fundamentalista, su oposición al aborto y su defensa de la pena de muerte.
El problema para los enemigos de Ashcroft es que tiene el apoyo sólido de los 50 senadores republicanos y, probablemente, de algunos demócratas. En parte, porque en el sur del país muchos demócratas son conservadores y también porque lo que se examina no son las creencias del candidato, sino su disposición a respetar las leyes, le parezcan bien o mal.
Más allá de Ashcroft, la guerra servirá para tomar el pulso a Bush, un presidente que llega a la Casa Blanca con menos experiencia de gobierno que sus predecesores y a quien esperan intimidar. No solo neutralizarían su agenda conservadora, sino que abonarían ya el terreno para las elecciones del año próximo, que podrían devolver a los demócratas la mayoría en la Cámara de Representantes.
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