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Jesús Gómez Ruiz

¿Ha muerto Montesquieu?

Los pactos están para cumplirlos. Este es uno de los más antiguos principios del Derecho y el pilar fundamental de la seguridad jurídica, algo de lo que ninguna sociedad puede prescindir sin sumirse en el más completo desorden. No obstante, el objeto de los pactos tiene que ser posible y conforme a la Ley, si no, carecen de validez y son nulos de pleno derecho.

La cuestión es si la sentencia de la Audiencia Nacional sobre la congelación salarial a los funcionarios ha tenido en cuenta que el pacto que firmó el gobierno socialista el 15 de septiembre de 1994 puede ser contrario a la Ley. Nuestra Constitución reconoce la división e independencia de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Es competencia exclusiva del Parlamento la aprobación de los presupuestos. De hecho y en la práctica, la ley más importante que el Parlamento aprueba es la de presupuestos, y las crisis de gobierno se desatan precisamente cuando el gobierno no obtiene la aprobación del Parlamento a su proposición de ley de presupuestos.

Si la división e independencia de poderes ha de ser salvaguardada, ninguna circunstancia puede hipotecar la libertad del poder legislativo para aprobar o rechazar los presupuestos anuales. En este caso, los acuerdos económicos a los que haya podido llegar el gobierno socialista con los sindicatos carecen de validez cuando afectan a la potestad sancionadora del poder legislativo. Sólo en los casos que prevé la Ley General Presupuestaria (los proyectos de construcción de infraestructuras, por ejemplo) los compromisos de un gobierno pueden vincular a los gobiernos que le sucedan, en el sentido de que el gobierno sucesor tiene la obligación de incluir en el proyecto de ley de presupuestos los gastos derivados de esas compromisos, si bien la cuantía de esos gastos no podrá superar un determinado porcentaje del total del presupuesto. Pero esto no quiere decir que el Parlamento esté obligado a ratificar esos compromisos, ni siquiera a instancias de una sentencia judicial.

Sostener que el Parlamento y los sucesivos gobiernos quedan obligados por los compromisos de un gobierno concreto sin importar los gastos o el ámbito temporal que éstos impliquen equivaldría a afirmar que, una vez que se han celebrado unas elecciones generales y el Parlamento elige a un presidente de gobierno, ya no son necesarias más elecciones generales ni más parlamentos, porque el gobierno puede legislar y comprometer a la nación hasta el fin de los tiempos.

Lo lógico hubiera sido que la Audiencia Nacional hubiera presentado previamente una cuestión de constitucionalidad para aclarar si le correspondía juzgar sobre este caso, ya que el conflicto competencial entre poderes es manifiesto. Pero por desgracia, la politización de los jueces ha hecho caer la venda de la imparcialidad de los ojos de la Justicia.

Alfonso Guerra dijo en una ocasión que Montesquieu había muerto. Y lo decía con conocimiento de causa. La realidad es que el poder legislativo está sometido al ejecutivo a través de la disciplina de voto, y el nombramiento de los jueces de las altas instancias es producto del cabildeo político. En este contexto, no sorprende una sentencia como esta, hasta podría ser coherente con la estructura de facto del poder. Sin embargo, hay que tener muy presente que lo que distingue un estado de derecho de una vulgar tiranía son las formas jurídicas, que están precisamente para eso, para evitar los abusos de poder.

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