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Jesús Gómez Ruiz

Niza: no tan deprisa

El “no” irlandés al Tratado de Niza ha levantado ampollas en la sensible piel de los burócratas europeos, como años atrás lo hizo el “no” danés a Maastricht. Años de trabajo, de negociaciones a cara de perro y de encaje de bolillos en cuanto a la distribución del poder del futuro macroestado pueden haber quedado en agua de borrajas.

Los analistas políticos andan de cabeza intentando explicar las causas de ese no irlandés a la futura arcadia que los benévolos y sapientísimos funcionarios responsables de la cosa europea le habían diseñado a su amado pueblo. Naturalmente, los irlandeses se han "equivocado". El referéndum se convocó para ratificar la estupenda labor realizada, no para desautorizarla. Por eso, los especialistas europeos en dar la vuelta a la tortilla, liderados por los ministros de exteriores de los quince, se afanan –como en Maastricht– buscando grietas y recovecos jurídicos para enmendar el "error". Ya se habla de un segundo referéndum que permita seguir adelante con el proceso de ampliación... a votar otra vez, y otra vez más si fuera necesario, hasta que el resultado sea el "correcto", esto es, hasta que el pueblo muestre su acuerdo con las tesis de sus gobernantes. Eso sí, cuando se produzca el resultado apetecido, ya no se votará más. Al igual que sucede con las trampas y ratoneras, es muy fácil entrar, pero prácticamente imposible salir. Acuérdense si no de la Guerra de Secesión norteamericana.

La actitud de los burócratas europeos se parece demasiado a la del despotismo ilustrado: todo para el pueblo, pero sin el pueblo, que es de natural ingrato y caprichoso, y no llega a calar el hondo significado de la labor realizada.

Pero la verdad es que, más que diseñar un proyecto político que englobe las características culturales y los intereses comerciales que comparten los pueblos europeos –muchos sin duda, pero no los suficientes hoy por hoy como para constituir una entidad política supranacional y homogénea, semejante a los EE.UU. por ejemplo–, los políticos europeos se han preocupado más de asegurarse una cuota de poder y una buena tajada presupuestaria a costa del vecino, alardeando ante sus respectivos electorados nacionales de lo bien que han negociado la cuota de poder nacional, o de la habilidad con que han canalizado los fondos europeos hacia sus países de origen. No es de extrañar que después el electorado, cuando ve peligrar esa cuota de poder nacional, esos suculentos fondos europeos al desarrollo o esas sustanciosas subvenciones de la PAC (que invariablemente acaban pagando los alemanes y antes los ingleses hasta que Thatcher se cansó de hacer el primo) se niegue a compartir la merienda con los futuros parientes pobres.

El proceso de integración europea no puede basarse en componendas político-presupuestarias inherentemente inestables. No es justo ni razonable esperar que nuestras carreteras las paguen los alemanes, que también ellos subvencionen nuestra agricultura, y que, además, cedan cuota de poder a los países perceptores de subvenciones. Puede que un día los alemanes también se cansen y exijan la versión germana del "cheque británico". Si ya resulta fastidioso subvencionar la ineficiencia y holganza de los compatriotas y la demagogia de sus líderes regionales, con los que se comparten idioma y lazos culturales mucho más fuertes; mucho más fastidioso aún es ver cómo el dinero de los impuestos recorre cuatro mil kilómetros para caer como un maná sobre gentes con las que sólo se mantienen débiles lazos culturales y políticos y que sólo serán leales a sus respectivos líderes nacionales, que harán todo lo posible por sacar aún más del vecino rico.

Muchas recelos y enemistades separan aún a los alemanes de los franceses, a los franceses de los ingleses, a los españoles de los franceses, y a los ingleses del continente. Intentar acelerar el proceso de integración sin limar estas diferencias y plantear nuevas ampliaciones más allá de la esfera comercial con pueblos que acaban de salir del totalitarismo comunista, puede dar al traste con el proyecto europeo. El 'no' de los daneses y de los irlandeses es un primer aviso.

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