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Jesús Gómez Ruiz

La culpa, para el empedrado

Tiene razón Don Rodrigo Rato cuando culpa al BCE de la subida de la inflación. Pero sólo en parte. El diferencial de inflación de España con el resto de los países del euro es casi de dos puntos. Sin embargo, nuestros socios europeos tienen que pagar también más caro el petróleo, y las crisis alimentarias les han afectado con más intensidad que a nosotros.

Probablemente, el BCE es responsable de, al menos, dos de los más de cuatro puntos de subida interanual del IPC español; no tanto por su política de tipos de interés como por su inexplicable falta de voluntad para defender la moneda única con declaraciones y políticas coherentes, amén de su falta de credibilidad en lo relativo a la independencia respecto de las presiones políticas. Es evidente que una moneda débil, tarde o temprano, acaba produciendo inflación. Si no, que se lo pregunten a los brasileños, que tienen una gran experiencia en devaluaciones “competitivas”.

Sin embargo, los otros dos puntos de inflación son responsabilidad exclusivamente nuestra, o mejor dicho, del Gobierno. Los artículos que más han subido son los carburantes y el tabaco que –¡oh, casualidad!– son precisamente los que mayor gravamen por impuestos indirectos soportan. De ahí que Doña Celia Villalobos proponga una operación de maquillaje del IPC que oculte las “manchas” del tabaco. Las trabas legales a la producción y distribución de energía y la moratoria nuclear, sin olvidar el impuesto especial para subvencionar minas de carbón cuya única producción eficiente es la de sindicalistas, hacen que tengamos una acusada dependencia del petróleo. En otras palabras, nos cuesta más producir energía que a nuestros vecinos.

Por otra parte, el altísimo precio del suelo urbanizable en España, un país prácticamente despoblado (en las grandes ciudades, el precio del suelo supone un 60% del precio final de una vivienda o local comercial, algo que debemos agradecer a los ayuntamientos) y una deficiente legislación sobre arrendamientos encarecen notablemente el precio y los alquileres de las viviendas, de los locales comerciales y de las oficinas. Tampoco hay que olvidar que, como media, casi un cincuenta por ciento de los costes laborales de las empresas son impuestos más o menos directos (llámense retenciones del IRPF o cuotas a la SS, si no, que se lo pregunten a los autónomos), y que las empresas maduras pagan como impuesto el 35% de sus beneficios. Todo esto dificulta el ahorro, la formación de capital y la creación de nuevas empresas, verdaderas garantías de la competitividad y de la estabilidad de los precios a largo plazo.

Es verdad que la política monetaria ya no está en manos del Gobierno, ni siquiera del Banco de España. Pero el Ejecutivo tiene un amplio margen de actuación institucional para luchar contra la inflación: crear un marco legal favorable a la fundación de empresas (algo de esto ya se ha hecho), rebajar los impuestos directos e indirectos (los casos de los carburantes, el tabaco y los automóviles son ya sangrantes) y los impuestos a las empresas (esto ya se ha hecho en otros países europeos, como Alemania) y no inmiscuirse demasiado en la ordenación del sector energético, si no es para garantizar la libre entrada de todos aquellos que quieran producir energía o la libre elección de suministrador por parte del consumidor.

Además, hay que tener muy presente que la política monetaria no puede crear riqueza, pero sí destruirla. Y sólo la creación de riqueza hace posible la estabilidad (e incluso un ligero descenso) de los precios a largo plazo. Las manipulaciones monetarias, desde que se nos impuso el papel moneda, no han causado más que auges y depresiones artificiales e innecesarias, que después se llevan por delante sectores productivos enteros (véase si no la llamada Nueva Economía). De modo que, Sr. Rato, no añore tanto el haber perdido el instrumento monetario –que antes, por libre, nos iba peor– y haga lo que está en su mano para aproximar la inflación española a la europea; que después podrá quejarse con más razón de la pusilanimidad del BCE.

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