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José Hermida

Yo fui el primero

Ser la primera en implementar una innovación es, sin duda, una ventaja competitiva para cualquier empresa, se dedique ésta a lo que se dedique. De hecho, según un reciente informe del MIT, sólo las empresas que innoven tecnológicamente en los próximos años, tendrán asegurada su supervivencia en un entorno donde todo va demasiado deprisa como para pararse a pensar demasiado tiempo sobre si hay que modernizar la cadena de montaje o desarrollar una intranet para optimizar los procesos de comunicación interna.

Vivimos en un escenario acelerado donde el fetiche es la innovación. Y casi da igual si se trata de algo realmente útil o de un chindogu, ya saben, esos inventos japoneses del tipo “ventilador adosado a palillos para enfriar los tallarines” o “casco con ventosa para mantener la cabeza erguida si nos dormimos en el metro”, esto es, cosas que no sirven para nada necesario, que sólo existen como innovación y que se agotan en la propia idea de la que surgen.

Sea como fuere, el caso es que la innovación otorga una especie de pedigree que fascina, especialmente a quienes la ejecutan. Vean si no a Jon Barnes, el taxista de Aspen, Colorado (EEUU) que se jacta de ser el propietario del primer taxi multimedia conectado a Internet. En efecto, el coche de Barnes tiene de todo: web cam, un estudio de grabación, efectos luminosos en láser, ordenador portátil, impresora... Se puede hablar con Barnes a través de chat (cuando no conduce, claro) o ver sus fotos con famosos, sus videos y otras extravagancias. El negocio a Barnes parece haberle ido bien por la senda de la innovación. Por lo menos se ha hecho famoso (por si cabía alguna duda, su página cuenta con un apartado de informaciones referentes a su taxi aparecidas en prensa). Ya quisieran muchas empresas que sus productos recibieran tanta atención sin tener que invertir cantidades millonarias en una campaña de marketing. Eso sí: si usted ha inventado algo, si considera que su empresa pertenece al selecto grupo de las innovadoras, no deje de gritarlo a los cuatro vientos. Puede que no se haga tan famosa como el taxi de Barnes, pero siempre cautivará a ese nutrido grupo de consumidores impresionables que son capaces de adquirir una novedad por la simple fascinación que ejerce sobre ellos su propia incomprensibilidad.

Porque seamos sinceros: ¿De qué otra forma si no nos acercamos muchos a aquel primer navegador de Netscape cuando, hace cinco o seis años, alguien dijo que Internet era el futuro y que había que “conectarse”?

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