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Diana Molineaux

La batalla por la paz

Estados Unidos se enfrenta en Afganistán a una lucha más difícil que la casi concluida destrucción de los talibanes y en la que ninguna alternativa es apetecible. Retirarse sin más y dejarlo a su destino es plantar en el corazón de Asia una bomba de relojería cuyo primerísimo defecto sería el descrédito político de Washington. Dejar el destino del país en manos de los propios afganos, pero bajo la tutela militar de la ONU, es una solución tan ineficaz como la anterior, agravada por el hecho de que el descrédito será ahora también de las Naciones Unidas. Y el gobierno de consenso que ahora se está ensayando, bajo la efigie de algún santón del pasado, sea rey o mullah, es un desafió a toda la historia del Afganistán. En una nación que ha sido, con escasas excepciones, un mero atajo de tribus y banderías, el consenso dura lo que tardan en movilizarse los ejércitos rivales.

A todo esto también hay que añadir que ninguna solución política estable es posible en Afganistán sin la cooperación de Pakistán. Islamabad ha dicho desde el primer día que no defiende a los talibanes, pero sí a los pashtunes que constituyen el 40% de la población afgana y el 15% de la pakistaní, lo que obliga a pensar que la solución inmediata mas probable pasa por encontrar entre los pashtunes disidentes o desertados de las filas talibanes una figura más o menos grata a Pakistán y a Washington y que, al mismo tiempo, no provoque el rechazo de las demás etnias afganas.

No es fácil, pero todo apunta a que es una cuestión de tiempo y diálogo. Y “alta política dedicada a comprar voluntades”, la fórmula que ha decidido a la larga todos los planteamientos políticos del torturado país asiático. Con otras palabras, los doscientos mil millones de pesetas mensuales que Washington se gasta en esta guerra, han sido un adelanto de la siguiente fase en que el dinero también comprará las voluntades donde haga falta.

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