Los acontecimientos entre palestinos e israelíes hacen evidente el motor de la política árabe de Sharon, pero no sus probabilidades de éxito. Israel está encallado en un callejón sin salida: ni puede doblegar la voluntad política de los radicales palestinos, ni los puede eliminar físicamente sin cometer un genocidio, inimaginable en el mundo actual.
Con la campaña de violencia extrema —el bíblico ojo por ojo y diente por diente— Sharon no sólo satisface la sensibilidad de sus súbditos y partidarios más intransigentes, sino que pone a la Autoridad Nacional Palestina de Arafat ante la disyuntiva de enfrentarse a su propio pueblo y debilitar decisivamente a los independentistas palestinos, o de reconocer públicamente su incapacidad de gobernar.
Y esto último equivaldría en la práctica a otra guerra civil palestina porque, con la tensión actual, la lucha electoral para buscar un sucesor profundizaría aun más las divisiones y discrepancias existentes en el mundo palestino.
Lo malo de esta fórmula, que parece que obtuvo el visto bueno norteamericano durante la reciente visita de Sharon a Washington, es que resulta muy atractiva sobre el papel. En la realidad, cuantas tretas y maniobras sofisticadas inventaron hasta ahora Israel y sus amigos occidentales se estrellaron en la práctica contra la indomable voluntad nacionalista de los palestinos y unas argucias políticas y guerrilleras —la intifada es un buen ejemplo— parejas a las israelíes.
Los años han demostrado que sin voluntad real de entendimiento y acuerdo no puede haber paz. Es algo que Bush dijo hasta la saciedad al llegar a la Casa Blanca, pero se ha visto obligado a mediar. Desgraciadamente, sus previsiones se cumplen y es evidente que tan sólo quieren de verdad la paz quienes no tienen nada que decir en el conflicto de la Tierra Santa.
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