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Pío Moa

En defensa de la cigüeña

Mi hija, con nueve años, todavía cree en los Reyes Magos. Como es muy inteligente —no porque yo lo diga—, se hace y nos hace preguntas embarazosas, y habrá que irla despabilando, poco a poco. Tiene un argumento poderoso, y lo esgrimía ante una amiga que pretendía que los Reyes eran los padres: "¿Cómo van a ser los padres, si esos juguetes cuestan tanto dinero? Lo que hay que hacer es aprovechar ahora, que los traen los Reyes". En otras palabras: en realidad duda mucho, pero prefiere seguir creyendo, y la razón de su preferencia salta a la vista: los Reyes vienen cargados, no sólo de juguetes, sino de una poesía y magia muy por encima de la vulgaridad de los padres yendo a comprar y pagar a cualquier tienda.

Yo supe que los Reyes eran los padres hacia los cinco o seis años, lo cual no me hizo más sabio ni más feliz. También hacia esa edad me enteré de cómo se hacían los niños, porque las calles cercanas eran de bastante golfería, y algunas de prostitución. Tampoco esa revelación me hizo más perfecto. Al contrario, me resultó desagradable, por no decir repugnante, aunque al mismo tiempo me las diera, como los otros críos, de listo y enterado, por poseer saberes tan avanzados. Salvo a los típicos "jaimitos", a los niños un poco sensibles les molestan tales verdades.

En la versión oficial para la infancia, incluso hasta los diez años, y más, según los ambientes, los niños los traía la cigüeña. Esta explicación es muy sabia: le da al asunto un aire muy acorde con el desarrollo y la necesidad mental e imaginativa de esas edades, y al mismo tiempo les aparta de la mente una cuestión inquietante e inexplicable. Inexplicable, dicho sea de paso, también para los adultos, los cuales se limitan a reconocer una realidad, algo muy diferente de explicarla. Ocurre eso con la sexualidad, y con tantos otros asuntos. Pero, en fin, está claro que a ciertas edades debe abandonarse el reino de la fantasía, tan necesario sin embargo en otras.

Una tendencia, a mi juicio embrutecedora pero impuesta por muchos pedagogos, insiste en que estas cosas, cuanto antes y más detalladamente se sepan, mejor. ¿Acaso no es bueno conocer la verdad de la vida, tomar ante ella una actitud "científica", y descartar ilusiones? ¿No existe una sexualidad infantil? La verdad libera de tabúes y mitos en ese campo, tan perjudiciales para la salud mental, afirman. Debiera bastar la exposición de esos argumentos para resaltar su necedad, pero no siempre ocurre así. Digamos que cada edad tiene sus necesidades psíquicas, y la enseñanza sexual suele quedar a un nivel zoológico, como ha denunciado Julián Marías, o caer en la pornografía.

Un día, al salir de una visita al monasterio de Silos, presencié la llegada de unos autobuses escolares cargados de adolescentes y menos que adolescentes. Llegaban cantando canciones pornoides, junto con sus progresistas profes. El chófer de uno de los autobuses se divertía contando a unas niñas anécdotas escabrosas. A las críticas por tales actitudes, gente como el chófer y aquellos profes tan coleguis y “enrollados” suelen responder despreciando a los "pacatos", que "se asustan de todo". Ellos no se asustan de nada. Son unos valientes. Opino que podrían gozar de su valentía metiéndosela por el trasero, aun cuando no gozaran con ello.

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