El enviado especial de la ONU para Oriente Próximo, Terje Roed-Larsen, ha calificado su visión del campo de refugiados palestinos de Jenín como “un horror que sobrepasa el entendimiento humano”. Así cabe, efectivamente, calificar una guerra. Todas las guerras.
Pero las palabras de Roed-Larsen, más allá de la apreciación personal de un ciudadano del mundo Occidental —donde hace ya más de cincuenta y cinco años que, gracias a Dios, no se ha desatado ninguna guerra—, diríase que están encaminadas a conmover a esa opinión pública europea que jamás ha tenido conocimiento directo de lo que es un conflicto armado, que desconoce que la primera víctima de una guerra es la verdad. Y haciéndose eco de sus palabras, los medios de comunicación ya hablan de masacres indiscriminadas contra civiles, mujeres y niños indefensos.
La realidad, sin embargo, parece ser bien distinta. Jenín era un campo de entrenamiento y refugio de terroristas suicidas de Hamas y la Jihad. La inmensa mayoría de la población (13.000 habitantes) abandonó el campo en cuanto se presentó el ejército israelí. Sólo quedaron unos pocos civiles que se negaron a abandonar sus casas. El resto eran terroristas (hombres y mujeres), armados hasta los dientes con kalashnikov y cinturones explosivos, que en una emboscada con cinturón explosivo incluido abatieron a 23 soldados israelíes. El ejército hebreo tuvo que tomar el asentamiento casa por casa, con ayuda de las excavadoras, que iban abriendo huecos en las viviendas, llenas de trampas-bomba, donde los terroristas se refugiaban y hostigaban a las tropas israelíes, lo que explica el estado de devastación de Jenín.
Desde el punto de vista de la eficacia militar, los israelíes hubieran tenido muchas menos bajas si hubieran empleado la artillería o el bombardeo aéreo. Sin embargo, y precisamente por evitar bajas civiles, los mandos militares eligieron una opción mucho más peligrosa, como los hechos han demostrado. En cuanto a las “masacres”, unos 500 hombres se rindieron a las tropas israelíes, y otros cincuenta murieron en las batallas. Entre esos 500, y según fuentes militares, se ha confirmado la pertenencia a grupos terroristas de unos cincuenta.
Kofi Annan, conmovido seguramente por las palabras de Roed-Larsen, ha solicitado al Consejo de Seguridad de la ONU el envío urgente de tropas internacionales autorizadas a utilizar la fuerza —¿contra los terroristas quizá, o más bien contra el ejército israelí, el único identificable y que viste uniforme?—. Sin embargo, no será una fuerza de cascos azules: “Debo destacar que no contemplo una fuerza de las Naciones Unidas sino una fuerza internacional formada por una coalición de voluntarios”, señaló el Secretario General de las Naciones Unidas. Ya es de por sí sospechoso que Annan no contemple enviar cascos azules sino “voluntarios” —por cierto, ¿se excluirán los países árabes?, ¿estarán incluidos los EEUU?—.
Pero quizá lo más revelador son los objetivos que debe perseguir la fuerza internacional: el primero, “vigilar la retirada y evacuación” del Ejército de Israel a las posiciones del 28 de septiembre de 2000; el segundo, “crear gradualmente las condiciones de seguridad en los territorios palestinos ocupados para la reanudación normal de la actividad económica y la entrega sin restricciones de ayuda humanitaria y para el desarrollo”; el tercero, reconstruir la Autoridad Palestina para que mantenga la seguridad y el orden; y el cuarto, crear “un ambiente estable que permita la reanudación de negociaciones dirigidas a lograr un acuerdo político”.
Es decir: para lograr la paz, es preciso que el ejército israelí se retire inmediatamente de los territorios ocupados —cosa que, por cierto, ya está haciendo, aunque después de limpiarlos de terroristas— para que los suicidas palestinos no cometan más masacres —como si éstas no se hubieran venido produciendo con anterioridad—; y después reconstruir la Autoridad Palestina para que mantenga la seguridad y el orden —algo que ni pudo ni quiso hacer cuando comenzaron los atentados—. En suma, justo lo que quiere Arafat.
Es difícil saber si este planteamiento —que en ningún momento menciona medidas concretas contra los terroristas— responde al relativismo moral que impregna la ONU desde su fundación —el terrorista, sus razones tendra, sobre todo si es antioccidental y antisemita...—, o más bien se debe a la inercia antijudía que flota en el ambiente y que la izquierda y sus medios de comunicación se encargan de propagar con silencios, medias verdades, medias mentiras y calumnias absolutas, como aquella de la responsabilidad de Sharon en las matanzas de Sabra y Chatila —aireada sin cesar estos días— que en realidad fueron perpetradas por milicias de cristianos libaneses, quienes en su persecución de terroristas palestinos no fueron tan escrupulosos como los israelíes. En cualquier caso, no hay que ser muy avispado para darse cuenta de que, para la ONU, el principal problema es Sharon, y no Arafat.

La inercia antijudía de la ONU

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