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Diana Molineaux

Los invencibles

Cuando George Bush I celebraba la victoria en la Guerra del Golfo Pérsico decía que lo que más le alegraba era que el país se había sacudido finalmente el síndrome del Vietnam y tenía toda la razón: once años más tarde, los norteamericanos se sienten invencibles. No sólo no pueden imaginar ni por un momento que una segunda guerra contra Irak pueda presentarles problemas, sino que sectores amplios del mundo político creen que la campaña será un paseo y estará resuelta, como máximo, en un mes porque el ejército iraquí quedó diezmado en la guerra anterior.

Los menos entusiastas parecen ser los militares, pero siguen la norma de no hacer comentarios más que en apoyo del poder civil, aunque no han podido ocultar su resistencia y barajan cifras que no corresponden a una guerra sin importancia: 200.000 soldados y un esfuerzo de material que se refleja en las acciones de los fabricantes de armas, prácticamente las única que suben en las desoladas bolsas norteamericanas. Especialmente los “neo-conservadores” que tienen la alianza con Israel como su primera prioridad, ni siquiera hablan ya del esfuerzo bélico sino que tienen la mente en rehacer todo el mapa de Oriente Medio y en el tipo de régimen y de estado que sucederá al actual. Ni tan solo consideran la posibilidad de resolver el problema de las armas iraquíes de cualquier forma que no sea destruyendo Bagdad y toda la infraestructura del país.

Aunque están perdiendo las esperanzas de evitarla, quienes no quieren la guerra se agarran a la esperanza de que Sadam Husein realmente se convenza de lo que le viene encima y acepte las inspecciones y el desarme de las Naciones Unidas, lo único que ataría las manos del “partido de la guerra”, capitaneado por el vicepresidente Dick Cheney con el apoyo del secretario de Defensa Donald Rumsfeld. Incluso confían en que los preparativos de la guerra serán suficientes para acabar con el régimen de Husein, porque los altos militares iraquíes lo eliminarían antes de pasar por otra experiencia como la de 1991. Irónicamente, esto lleva a que partidarios y enemigos de un conflicto usen el mismo lenguaje, los unos porque afilan los cuchillos y los otros para meter tanto miedo que la guerra sea innecesaria.

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