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Alberto Míguez

El suicidio turco

“Mi gobierno se suicidó organizando estos comicios anticipados” reconoció horas después de hacerse públicos los resultados electorales del domingo, el hasta ahora jefe del gobierno turco Bulen Ecevit. Fue un suicidio consensuado con la clase política y con el apoyo de una inmensa mayoría de la opinión pública, casi un sacrificio ritual porque todo el mundo sabía dentro y fuera de Turquía que esta vez los islamistas moderados (es un decir) de Tayyip Erdogan iban a barrer.

Y eso es precisamente lo que han hecho: de los 18 partidos contendientes, 16 han desaparecido del panorama político gracias a que el “techo” del 10% les impide formar parte de la Gran Asamblea. Encerrados en el nuevo Parlamento, dos partidos hegemónicos deberán jugar ahora la gran comedia democrática: el AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo, homónimo del partido marroquí, también islamista moderado que ganó las elecciones legislativas pasadas en el reino) y el Partido Republicano del Pueblo, una organización fundada hace muchos años por el padre de la nación, Kemal Ataturk, que hoy se revolvería en sus cenizas si viera lo que ocurre en su patria.

Lo que ocurre es, desde luego, preocupante y grave. Tanto para el gran país musulmán y laico como para Europa, la OTAN y el mundo occidental. Entre otras razones porque el triunfo de Erdogan, un individuo incapacitado legalmente para ser elegido como presidente o cualquier otra cosa por haber predicado el “odio religioso” en otras épocas, tira por tierra una larga y estable historia republicana y laica. Por supuesto que ahora Erdogan simula haberse olvidado de cuando quería sustituir la Constitución por la sharía (ley islámica), prohibir el alcohol en todo el país y exigir el velo a las mujeres cuando salieran a la calle. El momento no es el más adecuado para este tipo de pronunciamientos, entre otras razones por “el gran mudo” (las fuerzas armadas) vela en sus cuarteles y no dudaría en intervenir si esta Constitución laica, democrática y parlamentaria fuese reformada, algo por cierto que los islamistas podrían hacer ahora si contasen apenas con cuatro escaños más en la Asamblea: algo relativamente fácil con tal de echar mano de los 9 diputados independientes que allí se sentarán.

Turquía ha sido el gran aliado de Estados Unidos y de la OTAN, organización de la que es país fundador. También aspira a formar parte de la UE aunque los resultados del domingo no faciliten precisamente esta pretensión. La Administración Bush contaba con el “peón turco” –y sobre todo con la base de Incirlik, la más importante de la región– para golpear a Saddam Hussein. Los norteamericanos deberán ahora replantearse, al menos estratégicamente, su proyecto militar. Uno de los dirigentes del AKP, Abdullah Gul, ha dicho ya claramente que harían lo posible y lo imposible para no verse concernidos “en una guerra que todos los turcos rechazan y que nos vendría impuesta”.

Tras las elecciones del domingo, Turquía se ha convertido de la noche a la mañana en el eslabón más débil de la estrategia occidental en Oriente Próximo y el Mediterráneo oriental. No es un asunto fútil ni insignificante. Un suicidio, por muy democrático que sea, nunca lo es.

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