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Andrés Hernández Alende

Paren la guerra

Hace unos días, a la hija de Jeb Bush, gobernador de la Florida, la sentenciaron a diez días de cárcel. Noelle Bush estaba en un programa de rehabilitación para drogadictos. Le encontraron cocaína en piedra (crack) oculta en un zapato. Se la llevaron esposada. Su padre dijo que ella debe afrontar las consecuencias de sus actos: “Es un momento muy difícil para todos nosotros”.

Además, carece de sentido. Noelle Bush nunca debió ir a la cárcel. Es una situación verdaderamente inconcebible. Nadie debería ir a la cárcel por darse un pase de cocaína o tomarse una pastilla de éxtasis. Conste que no estoy justificando el consumo de drogas. Simplemente indico que el enfoque policiaco y represivo ha fracasado. El problema de las drogas es, como dijo Kurt Schmoke, ex alcalde de Baltimore, “un problema para el ministro de Sanidad, no para el de Justicia”. Es un problema médico.

A los conservadores les agrada proferir lemas como “cero tolerancia”. Les agrada usar un lenguaje militarista. Pero ni su discurso, ni las acciones inspiradas en su retórica, han conseguido resolver la epidemia de la drogadicción. La verdad es que ha sido al revés: han agravado un problema que corrompe la fibra moral y social de la nación norteamericana.

La guerra contra las drogas ha tenido consecuencias nefastas para la sociedad: retroceso de las libertades y los derechos civiles, militarización de los cuerpos del orden, creación de altos niveles de delincuencia, conversión de zonas urbanas en campos de batalla. Como las drogas están prohibidas, su precio se ha disparado y los adictos deben delinquir para conseguir el dinero necesario para satisfacer su vicio. Al mismo tiempo, las grandes ganancias del negocio del narcotráfico atraen constantemente a aventureros decididos a convertirse en distribuidores y vendedores para disfrutar de un nivel de vida opulento. Estos aventureros viven en mansiones suntuosas, manejan automóviles de lujo, se visten con costosos atuendos. Corrompen a funcionarios, empresarios y banqueros de las ciudades donde se asientan, como Miami, y distorsionan los precios en mercados como el de bienes raíces.

Más datos sobre la demencia de la guerra: el sistema carcelario de los Estados Unidos cuesta 40.000 millones de dólares. De esa cifra, más de la mitad, 24.000 millones, corresponde a los condenados por delitos sin violencia, que suman 1,2 millones de presos. La cantidad de reclusos por delitos relacionados con las drogas es de más de 450.000. En 1980, ése era el total de la población penal en los Estados Unidos. El gobierno gasta cada año unos $35.000 millones en la batalla contra las drogas, de los cuales las tres cuartas partes se usan para arrestar y castigar a vendedores y consumidores. Resulta curioso que el mismo gobierno que mide hasta el último centavo los presupuestos de asistencia social, atención médica y educación, sea tan derrochador en las prisiones.

Pero incluso ese derroche es ineficaz y está mal dirigido. La acusación contra el 40% de los detenidos por delitos de drogas es posesión de marihuana; menos del 20% son arrestados por la fabricación o la venta de drogas más fuertes, como la cocaína o la heroína. Muchos reos reciben condenas de cinco o diez años de cárcel por posesión de unos pocos gramos de drogas. La dureza de las sentencias se remonta a 1986, cuando el Congreso aprobó la imposición de castigos más severos por política electorera y -según varios observadores- por desconocimiento del sistema métrico decimal.

La prohibición da lugar a la proliferación de negocios ilícitos, genera violencia, aumenta desproporcionadamente la cantidad de presos, separa familias. La legalización pondría punto final al apogeo de las mafias y reduciría notablemente la delincuencia. Ni la hija de Jeb Bush ni medio millón de personas más deberían ir a la cárcel por una adicción. Su lugar está en el hospital o en el centro de tratamiento, no en la mazmorra. Pero el gobierno no parece comprender las ventajas de la despenalización. Quizá le resulte más difícil que entender la conveniencia de pesar en gramos y no en onzas.

Andrés Hernández Alende es escritor y periodista cubano.

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