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Carlos Alberto Montaner

El asesinato como expresión de cobardía

Felipe Pérez Roque, el inefable canciller cubano, acaba de explicar que el fusilamiento de los tres jóvenes negros —la raza es importante en esta historia— que intentaron secuestrar un bote para viajar a Estados Unidos, no era debido a que practicaran el terrorismo, sino a que resultaba necesario enviar un mensaje a la población cubana de que no se toleraría el éxodo desorganizado de cubanos. ¿Por qué? Para evitar que Estados Unidos invadiera la Isla si se desataba otro “balserazo” como el de 1995.

O sea, que estos asesinos han matado a tres muchachos por miedo a una hipotética reacción de Estados Unidos. Las ejecuciones nada tuvieron que ver con la ley ni con la justicia: era solo una manera enfática de manifestar cierta cautela, de darle un recado a Washington. Era un simple gesto ritual. Como los sacerdotes aztecas, los han sacrificado para calmar a una borrosa deidad que los atemoriza.

Si algo demuestra la declaración de Pérez Roque, a quien los diplomáticos latinoamericanos califican del “rotweiler cubano”, es la infinita distancia que existe entre el gobierno castrista y un verdadero Estado de derecho. En ese desdichado país, Fidel Castro, señor de la vida y la muerte de todos sus compatriotas, sin ningún recato decide dar un escarmiento y ordena la muerte de tres muchachos, previa ceremonia obscena de un juicio sumario en el que jueces, fiscales y defensores juegan durante un par de horas a la justicia, a sabiendas de que las sentencias ya han sido dictadas de antemano por el Máximo Líder.

Pero si algo puede aún resultar más repugnante que estos crímenes, es la declaración de apoyo firmada por un grupo de intelectuales blancos —la raza es importante, pues todos forman parte de la nomenclatura—, en la que comparecen los nombres de Silvio Rodríguez, Miguelito Barnet, Cintio Vitier —católico a machamartillo, y amante de la pena de muerte—, Roberto Fernández Retamar, Leo Brower, Nancy Morejón y otras gentes especialmente envilecidas por el poder o aterrorizadas por el miedo.

¿Atrapados en el estercolero, no tenían estos señores otra opción que ensangrentarse las manos en el crimen? No lo creo. Ahí no aparecen los nombres de Pablito Milanés, Leonardo Padura o Pedro Juan Gutiérrez. Era posible negarse a esta infamia. Otros lo hicieron. Los firmantes, en cambio, optaron por ponerse de rodillas, bajar la cabeza y pinchar los cadáveres. Los cubanos dentro y fuera de la Isla sienten por ellos un asco invencible. Lo merecen.

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