Cinco años después de haber concluido una de las matanzas más irracionales e indiscriminadas de cuantas se produjeron en Europa tras la II Guerra Mundial, en Kosovo vuelve la limpieza étnica. La diferencia estriba en que esta vez son los albano-kosovares musulmanes quienes exterminan a los serbios cristianos (ortodoxos), queman sus templos y expulsan a la población civil de barrios donde llevaban instalados desde hace muchos años. La brutalidad, la vesania y los protagonistas son los mismos aunque las víctimas sean diferentes.
Casi trescientos mil serbios de Kosovo abandonaron en los últimos años sus casas, negocios, granjas y empleos huyendo de las amenazas y chantajes de los albaneses. La presencia de las tropas de la OTAN (Kfor) bajo mandato de Naciones Unidas trataba precisamente de evitar el éxodo masivo de los serbios y gitanos a quienes hace años se acusó precisamente de haber expulsado a miles de albaneses y haber asesinado a varios cientos.
En estos años mal que bien se había logrado un statu quo aceptable aunque no se hubiera resuelto el problema clave: cuál será el futuro del enclave, independencia o pertenencia a Serbia. Pero las nuevas matanzas están demostrando que los paramilitares albaneses no se han desarmado (una de las misiones de la Kfor era precisamente ésa) y que las heridas de ambas comunidades no han cicatrizado todavía. Deberán pasar dos o tres generaciones, advertía hace horas el ex representante de Naciones Unidas y ex ministro francés, Bernard Kouchner, que conoce como muy pocos lo que allí sucede.
El peligro está en que la agitación se está contagiando a toda Serbia, un Estado del que —al menos en teoría— Kosovo forma parte. Las manifestaciones se están repitiendo en Belgrado y el recién elegido presidente Kostúnica — “es igual que Milósevic pero tiene mejor imagen”, aseguran los radicales albaneses— advirtió ya a la comunidad internacional que no permanecerá con los brazos cruzados mientras la nueva limpieza étnica se produce.