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Jaime Ignacio del Burgo

Y ahora, qué

Si se rechaza el plan Ibarreche, como así habrán de hacer las Cortes Generales, lo mismo ha de hacerse con el otro gran plan de ruptura constitucional que representa el nuevo “Estatuto nacional” de Cataluña

Se nos había anunciado la entrada en una nueva era de la relación del Gobierno con las comunidades nacionalistas. El buen talante de Rodríguez Zapatero iba a ser capaz de superar la crispación supuestamente generada por el Gobierno popular. La propaganda oficial saludaba alborozada la política de diálogo y de distensión. Por fin, había acabado la incomunicación entre los Gobiernos de Madrid y de Vitoria.
 
Desgraciadamente, la aprobación por el Parlamento vasco del plan Ibarreche nos devuelve a la cruda realidad. El nacionalismo nunca cede, ni desiste, ni le importa elevar la presión al límite de lo tolerable. De nada ha servido ni la política de gestos, ni jugar –relativizándolo- con el concepto de nación española, ni siquiera la asunción (cesión) del concepto de comunidad nacional vasca por los socialistas del País Vasco, con la sonriente complacencia del presidente del Gobierno, ni la supresión del delito de convocatoria ilegal de referéndum.
 
El nacionalismo es implacable y su objetivo final, nunca se olvide, es la independencia. El plan Ibarreche es inconstitucional por dos razones. La primera y fundamental, porque rompe la unidad de España. Euzkadi, tras el ejercicio del derecho de autodeterminación, se convierte en una comunidad soberana aunque, inmediatamente después decida libremente, en ejercicio de su soberanía, asociarse con el Estado español. Una asociación susceptible de ser disuelta cuando así lo desee el pueblo vasco.
 
El plan Ibarreche, y esta es la segunda causa de inconstitucionalidad radical, supone la disolución de la unidad territorial de España y, por tanto, niega al Estado español la posibilidad de llevar a cabo en el País Vasco todas aquellas políticas comunes atribuidas por la Constitución para garantizar el cumplimiento del principio de igualdad básica de todos los españoles y asegurar el libre ejercicio de sus derechos y libertades. La Administración General del Estado desaparecerá totalmente de Euzkadi. Y en las materias reconocidas al Estado en virtud del pacto de libre asociación de Euzkadi “con” España –la defensa, la política exterior y poco más-, todo deberá concertarse previamente con el Gobierno vasco. En suma, si no dicen desde ahora mismo adiós a España es para evitar el riesgo de quedar fuera de la Unión Europea.
 
El plan Ibarreche es un duro golpe al prestigio internacional de España. La imagen de la secesión del País Vasco aunque sea para formar parte del Estado como si fuera Puerto Rico es mortal de necesidad para los intereses de nuestro país. Si a esto se añade la deriva catalanista, similar a la del País Vasco, atemperada en su formulación externa bajo el señuelo del amor a la “España plural” en interpretación de ese gran dinamitero de la Constitución de 1978 que es Pascual Maragall, el horizonte español se cubre de negros nubarrones. Por eso, quiero dejar sentada una afirmación rotunda. Si se rechaza el plan Ibarreche, como así habrán de hacer las Cortes Generales, lo mismo ha de hacerse con el otro gran plan de ruptura constitucional que representa el nuevo “Estatuto nacional” de Cataluña, si su objetivo es el reconocimiento de la soberanía de la nación catalana y la expulsión del Estado y, por ende, de la posibilidad de planificar y ejecutar políticas comunes a todo el conjunto español.
 
Y ahora, ¿qué? Pues no hay otro camino que el de la unidad de los demócratas españoles para resistir la tenaza de los nacionalistas vascos y catalanes. José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy tienen la obligación de liderar la defensa de la unidad constitucional. Pero el presidente del Gobierno, para ello, debe rectificar sin demora alguna sus últimos pronunciamientos y proclamar sin ninguna ambigüedad que el Partido Socialista Obrero Español no dará su apoyo a ningún proyecto de ruptura de la Constitución, cuyo fundamento no es otro que la unidad indisoluble de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles. Y asimismo, deberá dejar bien sentado que las Cortes Generales, donde se asienta la soberanía del pueblo español, rechazarán cualquier pretensión de que el Estado español acabe convirtiéndose en un cascarón hueco de contenido, como instrumento coyuntural y transitorio de unas cuantas naciones soberanas por muy nacionalidades históricas que sean o se consideren.
 
La irresponsabilidad de los dirigentes nacionalistas dispuestos a elevar sus tesis soberanistas o secesionistas a la categoría de valor absoluto no puede llevar a España a un nuevo fracaso colectivo. Es la hora de la lealtad constitucional y de la firmeza democrática. Vayamos, pues, todos por la senda de la unidad constitucional y sea el primero el presidente del Gobierno, aunque esta apelación al cumplimiento fiel de su deber como español jamás tendría que haberse escrito.

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