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Álvaro Martín

Bush: tarde, mal y nunca

Unos años en la oposición tal vez no sea lo peor que le pueda pasar a la mayoría republicana, demasiado encandilada consigo misma como para acordarse del mandato de sus electores.

Bush ha gastado más dinero en educación que ningún presidente y su Administración ha ampliado la cobertura del seguro médico más que ningún otra Administración americana. En cuanto a la política de inmigración, el presidente ha sido más pro-inmigración que nadie, sea porque los empresarios le han convencido de que los inmigrantes son buenos para la economía, sea porque Karl Rove le ha metido en la cabeza que una futura mayoría natural republicana descansa sobre la población de origen hispano, sea por sus valores cristianos o por su interpretación de la política en clave sentimental. Bush ha gobernado conforme a su plataforma de conservadurismo compasivo y, en esa medida, es el presidente americano más naturalmente socialdemócrata desde Johnson. Y, precisamente, corre un serio peligro de acabar como éste, convertido en irrelevante después de haber hecho la guerra como un republicano y gobernado en todo lo demás como un demócrata.

Las cosas habrían podido ser de otra forma. Bush es el presidente providencial para el mundo que emergió del rescoldo humeante del 11 de septiembre. El hombre cuya firmeza en seguridad nacional y decencia en lo moral le garantizaba el apoyo de la coalición republicana. Y, en un mundo ideal, esos rasgos, junto con su extraño keynesianismo reaganiano en política económica y su apetito por el gasto social, le debieran haber convertido en Franklin D. Roosevelt antes que en el molde de Lyndon B. Jonson, incapaz de obtener el apoyo de los demócratas por su política de seguridad nacional y el de los republicanos por su política interior. Y nada amenaza tanto los dos últimos años de su mandato como el problema de la inmigración ilegal, o la espectacular invasión de EE.UU. desde su frontera sur ante la impotencia benevolente de la clase política. Doce millones de ilegales y la perspectiva de una nueva amnistía del Congreso, nuevas reunificaciones familiares, nuevos programas de trabajo temporal, nuevos ilegales, nueva amnistías y vuelta a empezar, configuran los contornos de un problema de soberanía más que un problema económico, de seguridad nacional más que de seguridad social. Un estado que no controla sus fronteras, sea el que sea, abdica del atributo más importante de su soberanía e independencia y se condena a repetir ad infinitum el episodio de sufrir que los Mohammed Attas de este mundo no sólo inflijan a EE UU el mayor ataque en su suelo de la historia, sino que suban a los aviones provistos de, por un lado, intenciones homicidas y, por el otro, flamantes permisos de conducir expedidos a pesar de la irregularidad de su estancia en el país.

El presidente no se hizo daño –es casi imposible bajar más en popularidad– pero tampoco ningún favor especial en su comparecencia del lunes ante las cámaras de televisión. Al menos reconoció la naturaleza del problema –como le exige la mayoría abrumadora de americanos, independientemente de su filiación política– en tanto que una cuestión de aplicación de las leyes de EE.UU. en su propio territorio. Prometió aumentar la policía de fronteras en 6.000 efectivos para 2008, terminar con la práctica de la puesta en libertad de ilegales que nunca se presentan luego ante el juez y utilizar la tecnología para detectar cruces ilegales. Todo lo cual está muy bien como expresión simbólica de determinación. La cuestión es que todo eso es una gota en el océano para un presidente –bien acompañado aquí por una parte del Congreso y una mayoría de la prensa– cuya credibilidad está en entredicho, habiendo dedicado tres años a decir que los valores familiares no se detienen en el Río Grande y que los inmigrantes, por las buenas o por las malas, sostienen la economía americana y además van a misa. De hecho, Bush empleó la segunda parte de su discurso en reiterar que los ilegales presentes en el país deben tener una vía de acceso a la nacionalidad y que hay que invitar más trabajadores temporales para realizar los trabajos que "los americanos no quieren hacer" (¿y por qué habrían de querer si la llegada masiva de ilegales desplaza los salarios a niveles tercermundistas?). El Presidente también propone enviar 6.000 tropas de la Guardia Nacional a la frontera de forma transitoria para ayudar a las fuerzas policiales, en una empresa de rendimientos vertiginosamente decrecientes y poco creíbles, exponiéndose además a que la oposición (injustamente, si lo hiciera) le acuse de utilizar las fuerzas armadas en tareas de orden público en violación de la Ley Posse Comitatus de 1878.

Este presidente se merece un acto de fe, aunque no por su política de inmigración. Vamos a pensar que se ha concienciado de la magnitud de la cuestión y que se propone aplicar con firmeza sus propias propuestas de vigilancia de fronteras y que su intención de regularizar a los ilegales con arraigo real en EE.UU. no se traducirá en una amnistía automática e incondicional con el consiguiente "efecto llamada", que en el caso americano se mide por decenas de millones. Pensemos también que el presidente logrará un compromiso aceptable en el Congreso en los próximos meses para que éste adopte una legislación que amplíe, si se quiere, los cupos de inmigración legal y regularice a los que sea razonable regularizar pero cuya premisa central e inmediata sea sellar la frontera al copioso tráfico humano de ilegales. Y, ya puestos, vamos a pensar también que Bush dejará de alienar a su base y ganará puntos con la comunidad hispana por su gestión del problema.

O, en su defecto, tendremos que creer que ocurrirá lo probable: que Bush siga dejándose a una parte sustancial de los conservadores por el camino y los republicanos pierdan la Cámara de Representantes en noviembre. Unos años en la oposición tal vez no sea lo peor que le pueda pasar a la mayoría republicana, demasiado encandilada consigo misma como para acordarse del mandato de sus electores.

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