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Serafín Fanjul

Oriana

Es imperdonable hablar tan claro, por mucha biografía antifascista verdadera que cargue en la mochila.

Me entero por la prensa de la denegación a Oriana Fallaci del Premio Príncipe de Asturias de Comunicación. El primer pensamiento que se me ocurre es : "Pues peor para el susodicho Premio". Y el segundo: "Pobre premio, en manos del sectarismo de los progres". O de los intereses coyunturales del gobierno socialista de turno. Dando por descontados la relativa importancia de estas concesiones honoríficas (a veces, con buenos dineros), o el mucho boato y farfolla en ellos vertidos, podemos admitir que un reconocimiento a nadie desagrada, aunque sean ya unos cuantos los galardonados que con unos u otros pretextos han excusado su presencia física en las ceremonias de investidura. Tampoco es seguro que la italiana hubiera podido, o querido, personarse a recoger la distinción. En lo material y en cuanto a fama, poco le habría añadido, aunque quizá en el plano moral una persona gravemente enferma como ella está lo habría agradecido y le compensaría un tanto de la campaña de acoso y difamación orquestada por la mezquindad y estupidez políticamente correctas dominantes en nuestros países.

Uno se pregunta acerca de las altas tribunas desde las que auténticos mindundis fallan las decisiones (no todos lo son, en ocasiones hay personalidades académicas que suelen quedarse en minoría o en solitario), colocados a dedo por el gobierno (¡Dixie la Anglicana designando representante o figurando ella misma!), por las fuerzas vivas locales o por los poderes fácticos comerciales, hacen de su capa un sayo en los jurados correspondientes, sobre todo del Príncipe de Asturias y el Cervantes, si bien hay otros promovidos por universidades, ayuntamientos y editoriales que con frecuencia no tienen desperdicio. El descrédito literario de determinados certámenes no es lo más grave: después de todo, una empresa privada puede argumentar que premia a quien le peta, o a quien le conviene, aunque se le podría replicar que sí, que bueno, pero entonces deberían abstenerse de engañar a incautos. Sin embargo, lo verdaderamente serio y que a todos nos afecta son los premios de entidades oficiales.

Se me vienen a las mientes unos cuantos casos acaecidos en los últimos veinte años. O para ser más exactos, no acaecidos, pues el resultado fue la omisión contra ciertas gentes malquistas para la secta hegemónica. Cierto es que en todas partes cuecen habas y ahí tenemos a suecos y noruegos regateando el Nobel a Vargas Llosa por razones extraliterarias, pero lo nuestro se adorna con el olor a cemento fresco de las chapuzas, con la imposición zafia de la partida de compadres que deciden en el último minuto, despidiéndose ya al bajar del taxi, después de una opípara cena a la salud de ésta o aquélla diputación. A Cela le negaron el Cervantes mientras estuvo en sus manos y hubieron de ser los suecos quienes sacaran los colores al país entero anticipándose con el Nobel: bastante les importan los colores, ni las luces ni las formas. Nicolás Guillén, en las antípodas políticas de Cela, Vargas Llosa o Cabrera Infante (hace poco recordábamos el ninguneo ejercido contra este último en Cuba, su país), murió sin recibir el Cervantes porque a la secta, entonces en el poder, allá por el 90, a la sazón no le convenía , pese a su condición de rojo peligroso y a ser uno de los poetas más originales y creativos de nuestra lengua. Y aclaremos que la parte sustancial de su obra, aquella por la que se le habría podido premiar, es anterior al 59. Pero también otras instituciones aportan su granito de sectarismo: por ejemplo, la Universidad de Granada hace unos años –no muchos– denegó el Doctorado Honoris Causa (toque a rebato, movilización general, zafarrancho de combate de toda la progresía cateta del contorno) a un arabista como la copa de un pino llamado Wilhelm Hoenerbach, con el bobo pretexto de acusarle de nazi. Ya se sabe, para esta panda todo alemán es, por principio, nazi y luego ya veremos. Igual que hicieron con el Papa Ratzinger el año pasado, originales que son.

Pero volvamos a Oriana. Constituye una obviedad que estos reconocimientos a la trayectoria de una vida, deben orillar las opiniones o posturas políticas de los afectados, de no tratarse de criminales patentes y evidentes. Descartar nombres por corresponder a gentes "de izquierda" o "derecha", no sólo es injusto, sobre todo es estúpido, máxime cuando, como sucede en el caso de la periodista italiana, toda su vida fue un referente para la izquierda y el feminismo práctico. Y ahora, la supuesta izquierda que nos aqueja –oigan: qué bueno lo de Caldera recortando las pensiones– pretende castigarla por decir a los europeos, de manera especial a los italianos, algunas cosillas que no quieren oír, estropeándoles la siesta feliz. Que simplifique algunos argumentos (verbigracia, reducir los méritos de la cultura islámica a la Alhambra, las Ruba’iyyat de al-Jayyam o "Las Mil y Una Noches"), o sea demasiado directa o vehemente, no invalida su gran valor personal y lo acertado de sus denuncias globales, más contra los italianos que contra los musulmanes, extremo éste del que parece no haberse percatado nadie. Leyendo "La rabia y el orgullo" uno creería que lo escribió pensando en España: qué pareciditos somos. Una sociedad absorta en el consumismo, la bandera nacional relegada a los estadios de fútbol (en nuestro caso, ni eso: vean el Barcelona en París y su inundación de enseñas españolas), la cobardía generalizada que paraliza, por comodidad o por miedo, a salirse de la carrilera conducente al pesebre políticamente correcto, incluso ante una agresión a escala mundial como la protagonizada por el islamismo.

La ola de críticas, querellas judiciales en Italia y linchamiento moral que se le dedicó en su país y fuera de él, suscita de inmediato algunas preguntas sobre el historial luchador y progresista (esta vez sin comillas) de muchos de quienes la atacan y atacaban, acerca de la autoridad moral que pueden ostentar islamistas italianos –de origen o importados– para llamar xenófoba, racista y otras lindezas similares a una mujer que, desde niña, anduvo peleando, en sentido estricto, contra el fascismo. Dicho con claridad: no le perdonan haber desbaratado la imagen de varios santones de la progresía platónica y a distancia, Jomeini y Arafat, personajes cuyos intereses personales, amén de su fanatismo, resultaron trágicos para sus pueblos, a los cuales decían defender. Pero quizás le perdonan menos haber obligado con su grito de protesta a que nuestras sociedades empiecen a enterarse –y por tanto, a tomar postura, horrible trabajo– ante lo que está sucediendo con la inmigración, al separar el trigo de la paja y denunciar la ficción del Buen Salvaje de importación, recién llegado a nuestras calles y dispuesto a orinar durante meses en la puerta del Baptisterio de Florencia. Es imperdonable hablar tan claro, por mucha biografía antifascista verdadera que cargue en la mochila. Los progres hispanos han sido consecuentes y, parafraseando implícitamente a Franco, han dejado diáfano su mensaje: haz como nosotros, cuarenta años de vacaciones y ahora más rojos que el acorazado Potemkin. De boquilla, por supuesto.

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