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Emilio Campmany

Tótem y tabú

El Estado de las autonomías constituye un clamoroso fracaso, pues no ha acabado con los dos problemas que pretendía resolver y ha generado otros quince nuevos allí donde no existía ninguno. Cuando antes lo reconozcamos, mejor.

Uno de los problemas a los que tuvo que hacer frente nuestra Transición fue el del separatismo en Cataluña y el País Vasco. La solución, se creyó, tenía que dar una respuesta suficiente a los deseos de autonomía de ambas regiones procurando evitar que, al hacerlo, se generaran excesivas desigualdades entre los españoles. El resultado, conocido como "café para todos", fue un estado que concede, no sólo la autonomía a quiénes la reclaman, sino también a todos los demás. Para que vascos y catalanes pudieran sentirse especiales, se introdujo la casi inofensiva distinción entre nacionalidades y regiones. Luego, el tratamiento de nacionalidad no sólo se reservó para Cataluña y País Vasco, sino que se extendió a Galicia, por razones históricas, y a Andalucía, quizá por ser la región más extensa y populosa de todas. Al País Vasco, donde esto podía parecer poco, se le reconoció además la subsistencia de antiguos privilegios fiscales, tal y como se hizo también con Navarra.

Toda esta política aplicada a la construcción del Estado generó un incontestado tabú: el estado de las autonomías ha sido beneficioso para España porque, a pesar de no haber podido conjurar del todo la amenaza separatista en Cataluña y el País Vasco, ha impulsado un elevado desarrollo económico y político en todo el país gracias a la beneficiosa descentralización que ha impuesto.

El cada vez más grosero chantaje al que los partidos nacionalistas someten al Gobierno de turno con el fin de lograr nuevos privilegios para sus regiones ha hecho que hoy el tótem del Estado de las autonomías ya no tenga tantos adoradores.

Porque son muchas las plagas que este falso dios ha traído. No sólo ha fracasado en contener al separatismo, sino que ha generado ineficacia en unos sitios, despilfarro en otros y corrupción en casi todos. Pero, por atribuir a las comunidades autónomas competencias omnímodas, su peor efecto ha sido el de investir de inmensos poderes a los aparatos regionales de los dos partidos nacionales.

Ahora que se cree que una adecuada reforma electoral podría recortar la presencia de nacionalistas en las Cortes y disminuir así sus oportunidades de chantaje, resulta que son los barones regionales de los dos grandes partidos los que, con el fin de lograr para sus paisanos los privilegios que otros han conseguido empleando el arma del separatismo, recurren al mucho poder que la descentralización ha puesto en sus manos.

Nuestros problemas ya no nacen sólo en Barcelona o Vitoria. Populares y socialistas compiten en Galicia para ver quién es más separatista. En Andalucía se reclama el pago de inexistentes deudas históricas con el que seguir alimentando el subsidio del que lleva viviendo la región desde hace décadas. En Aragón y en todo el Levante, los electores votan según qué partido es más solícito a la hora de atender sus exigencias hidrológicas. En Madrid, crecen las quejas por la falta de reinversión de los muchos impuestos que allí se recaudan.

El Estado de las autonomías constituye un clamoroso fracaso, pues no ha acabado con los dos problemas que pretendía resolver y ha generado otros quince nuevos allí donde no existía ninguno. Cuando antes lo reconozcamos, mejor.

Quizá haya llegado la hora de preguntar en todos sitios, no sólo en el País Vasco, quiénes quieren ser españoles y quiénes no para que los que quieran dejar de serlo, que lo sean con todas las consecuencias, a cambio de que los que quieran seguir siéndolo puedan serlo plenamente, esto es, iguales ante la ley. Siempre será mejor esto que esperar a ver como la nación se deshace en jirones de los que se apropiará el que con más fuerza tire de ellos.

En España

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