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Atacar o no atacar

Las zanahorias sólo pueden ser apetecibles cuando la alternativa es el palo. Y éste brilla por su ausencia. Nunca ha contado para ellos con la suficiente credibilidad. Por eso los esfuerzos europeos han rendido menos que cero.

Atacar o no atacar. Esta es la cuestión que agita a la comunidad estratégica internacional. Los think tanks del mundo entero producen un paper tras otro sobre el tema. Los gabinetes de los jefes de Gobierno, los ministerios de exteriores y defensa no cesan de darle vueltas. Y aquí, a por uvas. Las maldades de Zapatero nos sorben el seso. Pero algo debe quedarnos para dedicárselo a lo que pasa por ahí afuera.

El momento fatídico estaría, según amplio consenso, entre el 4 de noviembre, fecha de las elecciones americanas, y el 20 de enero, cuando se produce la transmisión de poderes al nuevo presidente de los EE.UU. Pero que para entonces sea más probable no quiere decir en absoluto que lo sea mucho. En realidad, lo es muy poco.

La administración Bush ha seguido siempre la vía diplomática, a través del terceto europeo de Francia, Reino Unido y Alemania, a los que terminó sumándose el jefe de exteriores de la Unión, Javier Solana. Washington apoyaba las zanahorias que se les ofrecían a los ayatolás, manteniendo siempre sobre la mesa, más o menos visible o velada, la opción militar. Pero el régimen iraní no percibía más que el poco gratificante vegetal, considerado precio del todo insuficiente. Y eso en el supuesto de que su programa nuclear, contra lo que reiteradamente han dicho con meridiana claridad, hubiera salido a subasta, lo cual es mucho suponer. Las zanahorias sólo pueden ser apetecibles cuando la alternativa es el palo. Y éste brilla por su ausencia. Nunca ha contado para ellos con la suficiente credibilidad. Por eso los esfuerzos europeos han rendido menos que cero. Día tras día, le han insuflado al amenazador programa iraní cinco años de vida. Al régimen, su descarado desafío a la comunidad internacional le ha salido gratis, salvo pequeñas sanciones que apenas le han hecho mella, y una gran alharaca internacional que parece divertirles y les hace sentirse importantes y heroicos.

Transcurrido el lustro de progresos tecnológicos de la revolución islámica hacia su objetivo nuclear, Bush parece proponerse relanzar la vía diplomática. Echa el freno a los israelíes, que en caso extremo estarían dispuestos a hacerlo solos, manda al número dos de la Secretaría de Estado a Ginebra para estar presente en nuevos contactos euro-persas y decide abrir una oficina comercial en Teherán. No ha dicho que los misiles y bombarderos hayan sido retirados de la mesa de trabajo de sus estrategas, pero parecen más ocultos que nunca. Cuando falta menos tiempo para alcanzar el punto de no retorno, el conocimiento y los medios para llegar autónomamente a la bomba, del palo ni se habla, sólo parece tratarse de incrementar la oferta de zanahorias, aunque la cosecha no sea prometedora.

Son muchos los aspectos de las intenciones y capacidades de los iraníes sobre los que no tenemos certezas. Pero es seguro que mintieron durante años, mienten ahora y mentirán todo lo que se les deje. Ellos mismos no pueden estar seguros de hasta dónde llegarán en plazos fijos, puesto que muchos azares técnicos los acechan; ni siquiera hasta dónde estarán dispuestos a llegar en el futuro, pues no pueden ser inmunes a las circunstancias externas, pero es difícil imaginar incentivos que los lleven a renunciar a lo que tanto valoran, sin amenazas creíbles de que por las malas no lo van a conseguir. Es la tan conocida paradoja de la disuasión. Hay que estar dispuesto y capacitado para hacer la guerra para que no haya que hacerla. Una amenaza creíble de destruirles sus principales activo nucleares puede evitar que haya que ejecutarla. Si todos los interesados, que son muchos y muy importantes, exhiben su fuerza de forma pública y expresamente amenazadora, muchos males podrían ahorrarse. Pero lo más probable es que tengamos que lamentar la pusilanimidad internacional, para asombro de nuestros sucesores.

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